Todos los gobiernos cometen errores y tienen algún fracaso que les produce una crisis. Es inevitable. La manera como enfrentan esto, es lo que termina por definirlos.
El presidente López Obrador actúa ante cada tropiezo como si reconocerlo significara aceptar la derrota en una situación de vida o muerte.
En vez de acotar el problema a su dimensión real y buscar soluciones, se acorrala a sí mismo al atrincherarse contra cualquier cuestionamiento o crítica, porque los considera ‘ataques’.
Por eso arremete contra los periodistas.
Prefiere mostrarse intolerante frente al trabajo natural de la prensa en una democracia —y atentar contra la libre expresión— que admitir que su gobierno enfrenta un problema. Y mucho menos que este fue autogenerado.
Así que se fabrica enemigos: la prensa y muchos otros.
Si su gobierno provoca desabasto de medicinas, lo niega y denuncia una conspiración de farmacéuticas… aliadas con la prensa.
Si a sus correligionarios que gobiernan Veracruz y la Ciudad de México se les descompone la seguridad, hay unos ‘grandulones’… coludidos con la prensa.
Si la economía se estanca por las decisiones de su administración, dice que va muy bien y señala una campaña de conservadores neoliberales… aliados con la prensa.
Si su gobierno hace un operativo fallido en Culiacán, libera voluntariamente a un hijo de El Chapo y los reporteros le exigen explicaciones… hay una prensa porfirista como la que fustigaba a Madero.
Si en el Ejército se filtran señales de descontento por la confusa estrategia de seguridad que los expone a vejaciones de criminales y por el mal manejo de la crisis de Culiacán, el presidente de plano ya ve huertistas y pinochetistas acechándolo… junto con la prensa.
En lugar de admitir que su estrategia requiere una revisión profunda, el comandante supremo de las Fuerzas Armadas escribe en Twitter sobre conservadores que traman nada menos que un golpe de Estado. Con algo así no se juega: o presenta pruebas contundentes y desarticula el supuesto golpe, o habrá que exigirle que deje de hacer politiquerías con supuestas amenazas golpistas, como lo han hecho en el mundo muchos izquierdistas radicales cuando las cosas les salen mal.
Es tiempo de que el presidente, como recomienda a sus ‘adversarios’ con frecuencia, se serene y deje a un lado la retórica tremendista y las posiciones irreductibles.
Es muy delicado que invoque esos fantasmas. Y es extremadamente grave que equipare la crítica y la exigencia de información con el criminal golpismo.
El mal manejo que ha hecho su gobierno de la crisis de Culiacán lo está llevando a una preocupante contradicción: colocar a la primera de las libertades democráticas, la libertad de expresión, como una amenaza a la democracia. Y al cártel de Sinaloa, ni un reproche. La brújula moral le está fallando.