Originaria de Leona Vicario, habitante de Cancún desde sus inicios, Lupita Chalé acude a la entrevista en el Café Nader. Nos saludamos con entusiasmo: ella y yo compartimos el recuerdo de un Cancún selvático, de paisajes pletóricos de azules y de noches estrelladas. Fuimos juntas a la única secundaria que existía en aquel entonces: la ETI 257. Pero ella llegó mucho antes que yo, y en sus ojos trae la memoria de aquellos días.
Su padre, campesino, había llegado a Leona para trabajar en la chiclería. “Tenía su milpa donde sembraba maíz, camote, calabaza; cuando era temporada de chicle se iba a los campamentos chicleros. Cuando no, se dedicaba a cortar madera y a cazar en el monte. Decía mi mamá que nosotros no éramos pobres porque siempre teníamos carne de venado, o de jabalí, o de pavo de monte”.
¿Te acuerdas de haber estado alguna vez en el campamento con tu papá?
No. Yo no había nacido cuando él iba. Era meterse meramente en la selva. Pero mi mamá sí fue y ella me platicaba. Se adentraban mucho en el monte, llevaban yeguas de carga para meter todo lo que iban a ocupar: azúcar, café, velas, mosquiteros. Cuando se adentran lo primero que hacen es armar el campamento. Le llamaban hato, ¿sí lo sabes? Son cuatro horcones, y en cada esquina le hacen tipo una palapita rústica y no tiene cerco; era para tener en donde cubrirse de la lluvia, buscaban siempre un lugar con un ojo de agua o un cenote. Los hombres cazaban los animales del monte y le tocaba cocinarlos a las mujeres que iban también”.
He oído que se ponían unas friegas tremendas…
“Sí. Me contaba mi mamá que había todo tipo de animales. Cuando hacían el hato les hacían su cama a los que llevaban a las cocineras; amarraban maderas alrededor y ellas llevaban cobijas para que no se sintiera lo duro; también llevaban el pabellón, había mucho mosquito, sapos, de todo. Sufrían mucho las inclemencias por allá en las madrugadas, como es puro monte hay mucho frío.
Suena muy emocionante, pero a lo mejor cuando tu papá le decía a tu mamá ‘acompáñame’, a lo mejor ella le contestaba ‘no quiero ir’.
“No, mi papá no quería que ella fuera, pero ella insistía, por eso la llevaron una vez, esa fue su primera experiencia y la última. Ella quería saber qué se siente estar allá y ya nunca quiso volver”.
¿Cómo fue que se acercaron a Cancún? Para esas fechas que mencionas Cancún ya empezaba a sonar…
“Mi papá murió en el 69 y para el 70 ya habían bajado mucho el ritmo de la chiclería. Nosotros llegamos en ese año. Cuando mi papá muere, Hernán, uno de mis hermanos, empieza a venir a trabajar a Cancún con unos electricistas. Él tenía 13 ó 14 años y lo traen de chalancito, cargando herramientas. Él es de los pioneros trabajadores más jóvenes que llegaron a Cancún. Había un hombre encargado de los colectivos, que una vez le preguntó que porqué tan chiquito andaba trabajando, y él le dijo que se acaba de morir su papá y tenía que aportar algo a la casa porque su mamá sólo se dedicaba a criar animales y a sus hermanitos y no había quien proveyera. Entonces el señor le dice, ‘¿y por qué no traes a tu mamá y a tus hermanos aquí?’. Entonces le dieron un cuarto, en el colectivo de donde está el parque (atrás del Palacio Municipal)”.
¿Qué recuerdos guardas de aquella llegada?
“Llegamos mi mamá, mi hermano Wilbert, yo, mi hermanito Antonio y mi hermanito Ricardo. Había mucho hombre solo. De hecho, había un colectivo de puro hombre. Como mi mamá no sabía leer ni escribir se puso a lavar ropa ajena; un día doña Mimí (Lara) le dijo que era muy cansado y que mejor vendiera comida. En ese entonces entraban doña Teresa Álvarez -vivía por la iglesia de Guadalupe, era de Valladolid- y su marido, don Rito, él era velador. Tenían su camioneta y traían carne, entraban a los colectivos a hacer su lista; le encargaban carne, verduras y luego se iban a Valladolid. No es que mi mamá pusiera una cocina pero sí preparaba para algunas personas en el colectivo. En la avenida Náder llegaba cada quince días un tráiler y bajaba sus escaleras, la gente hacía cola para subirse a comprar, era la Conasupo. Te surtías de todo lo que faltaba, azúcar, aceite. También llegaba un señor que tenía un carro viejo como un globo, entraba a repartir tortillas. Don Jato, le decían”.
A Lupita se le llena la mirada de recuerdos, lo cuenta todo como si se tratara de una gran travesura. Casi puedo imaginarla corriendo entre la selva y los pocos automóviles que circulaban en ese entonces por lo que sería la ciudad de apoyo del nuevo polo turístico.
“A la zona hotelera bajaban camiones de relleno, era una pasadera de camiones cuando empezaron a construir los hoteles… ¡Quién sabe cómo es que aguantó el puente de madera! Para ir a la playa nos íbamos caminando porque ya estaba abierto el caminito de sascab lo que es ahora el boulevard, caminábamos para llegar a la playa o la señora Mimí nos llevaba… Había conchas como no tienes idea, estaba tapizada la playa”.
En alguna ocasión, doña Mimí Lara me contó de unos juegos que colocaron en algún lugar cerca del colectivo… ¿te acuerdas de eso?
“Sí, claro. En el parque pusieron columpios, sube-y-baja de madera, lo rellenaron de arena, allá íbamos a jugar, era nuestro centro recreativo. Ahí se hicieron las primeras kermeses que organizó doña Mimí. Ella le decía a mi mamá que hiciera tamalitos o panuchitos; todas las señoras cooperaban dando algo y los trabajadores bajaban el fin de semana. Ponían sábanas y cobijas para supuestamente hacer una carpa, y nosotras andábamos de cirqueras, haciendo volteretas”.
Lupita trae a la memoria una cancha que se mandó a hacer para que los trabajadores, una vez terminada la jornada, tuvieran donde jugar voleibol y básquet. Hace una serie de dibujos imaginarios en un cuaderno que llevo, donde empecé a esbozar los trazos del campamento.
¿Estabas ahí cuando dieron el primer grito?
“Sí. Estábamos chamacos. Mira”, me dice. “Por aquí vivió la primera secretaria; acá estaba la cancha donde jugaban ellos, aquí terminaba todo lo que era familiar. De este lado estaban los colectivos de los hombres, en el pasillito llegaron los artistas, bailarines y todos para el 15 de septiembre y nosotros éramos chamacos, andábamos acechando todo, curioseando por todos lados. Aquí en la cancha se dio el primer grito, con un tanque de gas y no sé con qué le pegaba don Rafa (Lara)…
–…Con una llave Stilson. El tanque de gas lo sacaron de la cocina de doña María Luisa…
“Mientras vivimos en el colectivo nos metieron a la escuela que está por el Parián, la José María Morelos. Nos quitábamos del campamento y nos íbamos caminando por la carretera federal, que era de dos carriles. Donde están hoy los bomberos eran terrenos ejidales de Isla Mujeres. Ahí nos metíamos a buscar nances, limones, no teníamos miedo, nadie nos decía nada”.
Lupita y su familia estuvieron dos años en el colectivo. Cuando tuvo oportunidad, su mamá compró un terreno en la supermanzana 63.
“El terreno donde yo vivo está detrás de la iglesia de Guadalupe. Cuando mi mamá consiguió ese terreno tuvieron que abrir un pozo y quemar monte para hacer la palapa, para que ella pusiera su comedor más grande, de eso nos mantuvimos, la escuela nos quedaba ahí cerquita. Terminé la primaria en la José María Morelos y ya de ahí nos pasamos a la secundaria”.
Lupita no oculta su nostalgia por aquel lugar que la abrazó con tanta calidez. Pero también disfruta los beneficios de vivir en una ciudad consolidada como es Cancún, que a sus cincuenta y dos años de existencia como polo de desarrollo turístico, ofrece las ventajas de una ciudad grande.
¿Alguna vez pensaste en regresar a Leona Vicario?
“De hecho me fui tres años de Cancún pues tenía problemas familiares. Pero mi familia está anclada aquí, lo agarramos como mi pueblo, mi ciudad. Hace poco fui a acampar por Boca Paila con mi familia. Ahí me recreé la vista. Es un lugar que me recuerda al Cancún que yo conocí cuando era niña”.
Lupita participa con entusiasmo en las actividades que celebran los orígenes de Cancún. Comparte con sus hijos y nietos el orgullo de ser parte de una familia de pioneros, protagonistas de la construcción de una ciudad que nació a partir de cero.
“Yo prácticamente nací en la selva, y pues crecer y ver como creció Cancún es una maravilla”, concluye.