Leandro Solís: Los primeros años

Los pioneros -conforme establece la asociación con el mismo nombre- llegaron entre 1967 y 1975 contratados o atraídos al proyecto Cancún como Ciudad Integralmente Planeada

Son también, dentro de nuestra narrativa histórica, personajes entrañables a quienes debemos de una u otra manera la puesta en concreto del sueño de un puñado de funcionarios públicos mexicanos a finales de los años 60. Leandro Solís así llegó: jovencito, inexperto, a punto de iniciar una familia, a vivir la experiencia de poner los primeros cimientos de una ciudad creada a partir de cero.

“Nací el 15 de marzo de 1949 en la ciudad de Mérida. Soy el segundo, después de mi hermana Mimí. Luego está Silvia y mi hermano, el más pequeño, Arturo”. Llegó a Cancún a los 21 años. “En ese tiempo, mi cuñadazo Rafael Lara me habló sobre el proyecto Cancún. Él iba a ser el residente de ingeniería, algo así como el gerente general por parte de lo que era el Banco de México. Entonces, en una de sus venidas -porque él bajaba aquí desde Mérida- me comentó que iban a necesitar muchos empleados en Cancún”. Leandro acababa de recibirse como contador privado y empezaba a trabajar en lo relacionado con su recién adquirido título.

“Mi cuñado llegó en un vochito blanco. Eran los que tenían más los de Infratur, manejaban mucho vocho. Iba con un ingeniero, Javier Hurtado, jefe de un laboratorio de suelos y cálculos, LASIC”. Para ese entonces, Leandro ya tenía intención de casarse con su novia Leticia, con quien llevaba cinco años. “Me vine con ellos ese mismo día. Llegamos a Cancún, a la entrada, donde estaba la gasolinera Lima, yendo como a Puerto Juárez.  La “T”, le decían”. Era agosto del 70. Apenas habían pasado ocho meses desde que las máquinas de Consorcio Caribe, de don José García de la Torre, entraron precisamente por aquel cruce del que habla Leandro, para iniciar la construcción del Proyecto Cancún.

“Había una entrada, un área grandísima, y en la entradita había una serie de colectivos. Si no me equivoco eran tres galerones muy grandes. Dos para los trabajadores del Consorcio Caribe. Y los otros colectivos eran para las familias, separados por secciones, con cuartos. Los baños eran colectivos. Había un área grande en donde estaba el comedor de doña María Luisa Canché. “Nos seguimos para la zona turística. Todo eso era puro, puro relleno. Pasamos el puente que era de madera, ahí nos encontramos otro vochito blanco y al ingeniero Daniel Ortiz Caso, brazo derecho de José García de la Torre. Es el que veía que todo funcionara bien por parte del Consorcio Caribe. Muy pintoresco, con su pipa y un sombrero tipo comando de camuflaje amarrado a un lado. Cuando llegó la hora de la comida nos regresamos a una de las 15 casas”.

Infratur había empezado la construcción de quince casas a lo largo de lo que dos años después sería bautizada como avenida Carlos Nader. “Una de ellas la destinaron para el comedor de doña Alicia Canché Can y su hija y ayudante, Clarita Sánchez, mano derecha de doña Alicia. Comimos delicioso” recuerda.  

“Después de las quince casas estaba la casa de Werner. Él había comprado el terreno donde construyó Villas Tacul (hoy Hotel Riu Palace Peninsula). Hizo su casa rústica, tipo la de Valverde, la casa de los Picapiedra”.

Sí, todavía sigue en pie esa casa, está en la supermanzana 22. 

“Otra de las casas se destinó después para las visitas, cuando venía la gente de México. Y creo que en la 15 estuvo viviendo Nader, (Carlos) un tiempecito. Lo que sí recuerdo es que la primera casa fue el laboratorio de suelos y cálculos”.  Leandro Solís tiene muy claro que en esos días solo funcionaba la residencia de ingeniería. Aunque recuerda que don Rubén Saldívar era quien se encargaba del área de publicidad. “Él residía en Mérida. Cuando venía gente le avisaban de las oficinas centrales, entonces él bajaba a recibirlos, los llevaba a la Casa de Visitas y se encargaba de todo ese rollo de la recepción”. 

Aquel día que llegó, Leandro llevaba solo una muda de ropa. “Entonces me apegué con el ingeniero Hurtado en Lasic. Él tenía dos ayudantes: Rodolfo Cervera Calderón y uno de México que se llamaba Raúl Ramírez. Empecé a ayudarlos y me gustó el trabajo”.

¿Qué trabajo hacían?

“Según el plan que tenía el ingeniero Hurtado, agarrábamos las barretas y las bolsas y nos íbamos a la zona del bulevar en la camioneta de redilas. Era todo terracería compactada. Cada quien agarraba un tramo, tomábamos las muestras con las barretas -hacíamos un agujerito de cierto diámetro- para ver si ya tenía la compactación suficiente y en la tarde hacíamos las pruebas. Le pasábamos los datos al ingeniero, él se los pasaba al sobrestante, que era don Enrique Arce. Si la compactación llegaba al óptimo, pasaba. Si no, se volvía a hacer la compactación hasta llegar a lo óptimo. La siguiente etapa era echar el asfalto”. 

Recuerdo que en una ocasión el arquitecto Mitsunaga me mencionó que los albañiles no hablaban español…

“Así es, pura maya hablaban…”.
¿Qué fue lo que hizo que te quedaras?

Ya queríamos casarnos. En los colectivos familiares había una casa -bueno, yo le digo casa, pero eran unos cuartitos con su bañito afuera. Era de un almacenista de Consorcio Caribe que estaba por irse. Cuando lo supo mi cuñado me dijo: Chino se va a quitar el almacenista. Es tu oportunidad. Y pues separé la casa y a la siguiente semana fui a pedir a mi novia a Mérida”.

Habla de los habitantes del colectivo. “Estaban don Orlando Azcorra y su esposa Lourdes; don Alfredo Dau, encargado de la vigilancia. Tenía carácter para dominar, para que el campamento funcionara. Era buena gente, pero tenía presencia”. 

Me llama la atención que le llamen colectivos, siempre lo había oído nombrar como campamento… 

“Bueno, yo les digo colectivo familiar. Lo otro era un galerón, no tenía divisiones, era uno claro en donde colgaban hamacas y tenían sus catres. Ahí vivían los trabajadores principalmente del Consorcio. Y don José García de la Torre vivía por la avenida Tulum, en unas casitas de madera”. Leandro se adaptó rápidamente a las duras condiciones que representaba vivir en Cancún. No tiene queja alguna de los mosquitos, los chaquistes, el calor. “A veces mi esposa me dice que soy un marciano. Yo el calor no lo siento, al contrario, sudar me hace sentir vivo”.

Una cosa que recuerdan mucho los primeros habitantes del colectivo es el menú de los comedores: huevos en abundancia. Y langosta. “Sí”, dice divertido. “Pero eso era porque había langostas hasta en las piedras. Te acercabas a cualquier playa, entrabas veinte metros y sacabas langostas y camarones”. El comedor de doña María Luisa Canché daba servicio a los trabajadores, principalmente del Consorcio. Y doña Alicia Canché servía comida a los de Infratur. “Tú entrabas y estaba la sala-comedor chiquitita. Ahí ponían sus mesitas. Y luego seguía un mini cuartito medio abierto con un techito de guano. Ahí tenían un comalote que habían improvisado con la tapa de un tambo. Eso me encantaba porque ahí ponían las tortillas y te las servían calientitas”. La sencillez con la que comparte sus relatos desarma verdaderamente.

Ya casados, los Solís se quedaron a pesar de los retos propios de un lugar que se levantaba en medio de la selva. “Cuando empezaron a promocionar las ventas de los lotes, los de Infratur querían que se viera que el proyecto estaba funcionando. Nosotros pedimos un terreno”. El ingeniero Alarcón (entonces director de Desarrollo Comunitario, luego primer presidente municipal) les hizo saber que la oficina central había aprobado su petición. “Nada más que hay un problema, nos dijo. En lugar de uno les aprobaron dos”. Se les sugirió que aprovecharan y tomaran los dos terrenos. “Entonces empezaron con la presión de que tienes que presentar planos porque no dejaban pasar tiempo para que uno especulara”. Así de ordenadas fueron las cosas durante los primeros años de Cancún.

De la mecánica de suelos pasó a auxiliar administrativo en las oficinas de Infratur, es decir, en el Galerón. “Ya estaba Jesús Martínez. Después vino Ney Castillo con su esposa Malenita, que vivían en uno de los retornos”.Salen a la conversación el ingeniero Jorge Gleasen y su esposa Tita… 

Había ahí un letrero que alguien puso que decía “Boulevard del Equanil...   

“Sí, y el otro que decía “Callejón del Canicazo, Limite del Barrio Negro. Yo pinté los dos letreros. Es que yo dibujaba desde chico. Cuando empezaron la promoción de las obras, mi cuñado me encargaba que hiciera los letreros para ganarme una lanita”.

Le muestro, después de buscar en mi galería de fotos, una que debe ser de alrededor de los ochenta, en donde está un muchacho recargado en el letrero con las letras pintadas a mano…

“Sí, es ese”. 

Esto es serendipia. ¡Estoy hablando con el autor del letrero que llevo tantos años promoviendo!

Aunque sus hijos nacieron en Mérida, echaron sus raíces aquí los siguientes veinte años. En el 90 cerraron el capítulo de haber contribuido a la construcción de una ciudad. Leandro Solís es como muchos pioneros que, sin importar la edad, mantienen una actitud jovial, fresca, a todas luces ligera. Quizá fue la memoria de esos primeros días que se quedaron impregnados en sus células, que hoy carga tan bien sus años. 

“No había ni televisión ni nada. Había una cancha de básquetbol que hicieron a un lado de los jirones de los trabajadores. Se retaban los de ingeniería contra los de administración. Hacían sus cascaritas porque aparte de Consorcio Caribe estaban otras constructoras: Los Remedios, Protexa. Cuando la Coca-Cola bajaba, llevaba su proyector, lo ponían en el campamento y pasaban una película. Era todo muy relajado”. 

Leandro hace una breve reflexión, tomando de manera modesta su indiscutible lugar en la historia de Cancún. “Me quedo con el recuerdo del ambiente que se vivía entre todas las demás familias. Al principio nos conocíamos todos. Éramos como una familia grande”.

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