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    ‘Cuatro años más de Trump y su desprecio por los competentes serían devastadores’: Washington Post

    Opinión

    Por: Editorial Board

    El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, cree saber más que todos, pero no porque en realidad sepa muchas cosas.

    Su campaña de 2016 fue visceral, se fundó sobre la lógica de que ‘los expertos son terribles’ y que él podría superar, a base de puro instinto, lo que cualquiera con un título universitario y años de experiencia en cualquier sector del gobierno podría hacer. Su Casa Blanca se ha gestionado a partir de esta filosofía, y los efectos han sido devastadores.

    Deuda, impuestos, energía renovable, comercio, empleos, infraestructura, defensa: el presidente se ha declarado el mejor informado del país en cualquiera de estos temas. ¿Entonces para qué contratar a un asesor científico (un puesto que Trump dejó vacante por 19 meses)? ¿Para qué preocuparse si más de un tercio de los altos puestos en el Pentágono o el Departamento de Seguridad Nacional no tienen titular oficial? ¿Por qué no orillar a la mayoría de la fuerza laboral del Servicio de Investigación Económica del Departamento de Agricultura a dejar su cargo, como hizo el gobierno con toda intención al mudar la agencia a la región de Kansas City súbitamente?

    Para Trump, el mejor experto es aquel que carece por completo de una opinión independiente. ‘En sentido estricto, mi labor como economista es proporcionar datos para confirmar su intuición’, ha afirmado Peter Navarro, asesor de comercio de la Casa Blanca. ‘Y en estos temas su intuición siempre es correcta’.

     Cuando un funcionario público no puede proporcionar dichos datos confirmatorios corre el riesgo de recibir vituperaciones en tuits o en persona, en el mejor de los casos, o ser despedido, en el peor de ellos. En el Ala Oeste y el gabinete hay un flujo constante de profesionistas, contratados, despedidos, contratados y despedidos de nuevo: cuatro jefes de gabinete, cuatro asesores de seguridad nacional y cinco secretarios de Seguridad Nacional.

    Los supuestos adultos que llegaron con el gobierno actual se han ido y escrito libros sobre la desagradable experiencia. A menudo no importaba, porque este presidente rara vez escucha y casi nunca lee.

    Para algunos, es incapaz de escuchar información. Solo una o dos veces por semana se toma la molestia de recibir los informes de inteligencia que otros presidentes recibían a diario, e incluso se dice que interrumpe con excéntricas teorías conspiratorias o se distrae con un arma miniatura construida como apoyo visual para capturar su atención caprichosa. Escucha el consejo no de la persona más calificada, tampoco la más convincente, sino de quien por casualidad dice la última palabra.

    Para la comunidad de los servicios de inteligencia ha sido una pérdida singular, pues es responsable de dar al presidente el veredicto que menos quiere escuchar o menos quiere que otros escuchen: que Rusia le ayudó en las elecciones de 2016 y está trabajando para él nuevamente este año.

    Dan Coats, director de Inteligencia Nacional, fue destituido por negarse a ocultar esa valoración. Joseph Maguire, su reemplazo interino, fue despedido pues tuvo el descaro de defender a Shelby Pierson, su asistente y líder de unidad de seguridad electoral, quien a su vez tuvo el descaro de relatar al Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes que, según el consenso de la comunidad, Rusia intentaba ayudar a Trump a ganar de nuevo.

    Además, en el transcurso de estos cuatro años recientes, se ha filtrado en el gobierno un desdén similar por la competencia y la imparcialidad. El Departamento de Justicia lo ha padecido y el Departamento de Estado ha sido testigo de ‘la partida de talento diplomático más significativa en muchos años’, a decir de un exembajador y ex subsecretario.

    En los primeros dos años del ejercicio de Trump, casi la mitad de los ministros de carrera de la agencia renunciaron o fueron forzados a irse. Los que se quedaron han recibido un trato deplorable. Marie Yovanovitch, obligada a dejar su cargo de embajadora en Ucrania tras una campaña de desprestigio de Rudy Giuliani y otros partidarios del presidente, es uno de los ejemplos más prominentes.

    La absoluta falta de interés en cumplir funciones esenciales adecuadamente ha tenido consecuencias inmediatas: cuando debido a la presión, el gobierno aceptó reunir a los niños que tenía encerrados en jaulas en la frontera con sus padres, no pudo, porque no se había tomado la molestia de dar seguimiento cercano a los padres para localizarlos.

    Ahora que han arrancado de sus deberes a diplomáticos que han dedicado años a labrar relaciones y representar los intereses de los Estados Unidos, los enemigos empiezan a aprovecharse: China ha llenado el hueco que había como influencia global. Los aliados pierden la confianza.

    Hoy por hoy, los estadounidenses están sintiendo los efectos de un gobierno perdido por completo mientras una enfermedad devasta el país. El problema es mayor que un director ausente o un científico ignorado: la respuesta frente a este brote requería la coordinación entre diversas agencias que han sido mermadas sistemáticamente porque estaban llenas de expertos.

    Si bien la pandemia representa la consecuencia letal más inmediata del presidente que no sabe nada y su desdén por el conocimiento, se avecina un peligro mucho mayor. Trump condujo su campaña alardeando sobre cómo el cambio climático era ‘un engaño’ y actuó sobre esta necedad retirando a Estados Unidos del Tratado de París. Mientras tanto, la evidencia de la amenaza que sufre el planeta es cada vez más alarmante, sobre todo porque el efecto destructivo del ascenso de esos dos grados Celsius se ha vuelto aparente: las algas prosperan, las langostas perecen, centenarias secuoyas rojas arden en llamas, lagos descongelados privan a los pescadores de sus ingresos, casas que se lleva el mar.

    Durante el ejercicio de Trump, los gases de efecto invernadero se dispararon luego de tres años consecutivos en descenso. No obstante, la Agencia de Protección Ambiental sigue desregulando alegremente; este gobierno ha eliminado 100 restricciones, en su opinión, onerosas. Las políticas corregidas en torno a la contaminación por mercurio, emisiones de automóviles, derrame de metano, entre otras, se oponen a la investigación científica, en muchos casos producida al interior del propio consejo asesor de la Agencia de Protección Ambiental. Otros cuatro años implicaría la pérdida de aún más sustento y vidas humanas que el coronavirus se está cobrando hoy en día.

    El desprecio frente al buen desempeño y los hechos es devastador para el gobierno. Profesionistas talentosos de todos los sectores, obligados a adularlo, deciden marcharse, mientras la próxima generación de talento decide no ocupar esos puestos.

    Nueve exjefes de inteligencia lo expresaron con elocuencia en ‘The Post’ esta primavera luego de que Trump limpiara el Centro Nacional Antiterrorismo de profesionales con amplia experiencia: el problema no es solo el despido abrupto de un par de respetados directivos y el riesgo inmediato que supone su salida. Se trata del futuro, de los trabajadores que concluirán que el vasallaje es más importante que la honestidad, y de ‘los incontables jóvenes estadounidenses talentosos que decidirán que el servicio federal, el servicio público, no es una vocación digna’.

    Todas estas manifestaciones de ignorancia intencionada se mezclan con el desprecio por recolectar información. Cuando su propio gobierno produjo un estudio sobre cómo el no atender el cambio climático devastaría la economía de Estados Unidos, Trump declaró: ‘No lo creo’. Quizá para evitar que se repitiera esta noticia inconveniente, la Agencia ha escrito una regla otorgándose a sí misma permiso de ignorar lo que dice la ciencia al restringir las investigaciones que considera pertinentes. Cuando se pidió a la Oficina del Censo retirar a migrantes indocumentados del recuento demográfico, y después terminar el exigente proceso un mes antes de tiempo, se preparaba para presentar el país que el presidente quiere, no el que existe en realidad. Es emblemática la insistencia de Trump de que hacer más pruebas de COVID-19 genera más casos. Esto, por supuesto, es mentira. Más pruebas revelarían los casos que ya existen, permitiendo intentar entender el curso de la enfermedad y detener su propagación.

    Pero la degradación de la recolección de datos tiene un objetivo claro: si no reunimos información, no vemos la gravedad de los fracasos de Trump. Otro periodo le permitiría completar la desmoralización, politización y destrucción de la fuerza laboral que el mundo alguna vez envidió: la función pública, el sistema de salud, el servicio exterior y el Ejército de los Estados Unidos. Los resultados serían catastróficos en todos los aspectos: desde la seguridad del consumidor, la calidad del aire, hasta la esperanza de vida. Pero no quedaría nadie para calcularlos.

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