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    Benigno Nava Hidalgo: una vida sencilla

    Opinión

    Don Benigno Nava Hidalgo fue campesino, pastor de ovejas y bolero, entre muchos otros oficios. También fue diligenciero en unas oficinas donde, de solo observar, aprendió a usar una máquina de contabilidad, destreza que más adelante lo trajo al Cancún de los inicios, por ahí del 75

    Desde hace años plantó arbustos y árboles de distintas especies en el camellón que está ubicado enfrente de su casa. Todas las mañanas riega con diligencia y sumo cariño aquel verde que hoy explota generoso para cualquiera que pase por ahí. Unas piedras, acomodadas a manera de arriates, contienen días enteros de devoción y cuidado, y embellecen de manera sencilla el paisaje urbano de la avenida Náder.

    Don Benigno me recibe en medio de la tarea de acarrear cubetas llenas de agua; cruza con cuidado la calle y las vacía aquí y allá, saciando amoroso la sed de sus plantas. Lo espero unos minutos para después sentarnos a platicar en el frente de su casa, una de las quince que construyó Fonatur para sus trabajadores, en los inicios de Cancún.

    “Nací en San Pedro de los Pinos, en la calle 19 con avenida Patriotismo, en 1947”, dice el hombre de tez morena, ojos de mirada larga, voz apacible y una mente que lucha con todas sus fuerzas por mantenerse lúcida. Describe como difíciles sus primeros años de vida: después de quedar huérfano de madre, fue puesto al cuidado de su abuela, luego con los tíos, las madrinas, los cuñados. Iba y venía, de la ciudad al campo, dependiendo de con quién le tocara estar. Supo ganarse la vida desde muy pequeño y nunca le tuvo miedo al trabajo. Fue pastor de ovejas, cuidó de los chivos de sus familiares, cortó la leña para su casa. También fue bolero y diligenciero. “Empecé a usar zapatos a los once años”, cuenta, y me sorprende la candidez con la que libera el comentario.

    Al mudarse a la capital de manera definitiva, vendió paletas y chicles en los camiones, luego fue pepenador de cartón, bronce y cobre. “Me fui de mozo a donde trabajaban unas primas. Ya sabe: tráeme una torta, tráeme unas medias que las que traigo ya se me corrieron”. Por recomendación de un familiar, entró luego a trabajar “a las oficinas de un arquitecto muy famoso”. Don Benigno hace una pausa, para buscar, en el gran tesoro de su memoria, el nombre que le hace falta. Le imagino abriendo cajones y archivos, mientras murmura cosas que no se entienden. “Ah, sí”, exclama contento de haberse acordado… “¡Luis Barragán!”.

    De ahí se pasó a una financiera, donde una máquina de contabilidad llamó su atención. “Me enseñaron lo básico para poder operarla. Lo demás pude aprenderlo yo solo, nomás observando”.

    Un día, tratando de instalar una antena, recibió una descarga eléctrica tan fuerte, que tuvo que pasar los siguientes cuatro meses en una cama hospitalaria. Para ese tiempo, un señor “que me apreciaba mucho” estaba tratando de vender unas máquinas NCR (National Cash Register, por sus siglas en inglés) a una institución financiera. Como Nava sabía usarlas, el vendedor sugirió que él capacitara al personal de esa institución a cambio de que más adelante le dieran trabajo en Fonatur.

    Una vez en Fonatur, Nava fue trasladado a trabajar a Cancún, pues era el único con disponibilidad para hacerlo que podía manejar la máquina de contabilidad. “Llegué en diciembre de 1975. Inmediatamente me llevaron al hotel Playa Blanca y de ahí a las oficinas, en la curva de la Nader”. Empezó a trabajar y quedaron muy satisfechos con su desempeño. ¡Claro!: No tenía hora de salida. Entraba a las ocho de la mañana, salía a comer a las dos, regresaba media hora después y de ahí hasta las cuatro, cinco de la mañana del día siguiente. “Conocí el mar cuatro meses después de haber llegado”, comenta, y le creo, solo porque he escuchado su gusto por el trabajo y su nivel de compromiso en todo lo que él emprendía.
    A Nava lo alojaron en la casa que hoy habita. “Usted más que nadie sabe de lo que le voy a hablar”, me dice en tono sincero. “Su mamacita” (se refiere a mi madre), “tenía unas jovencitas que hacían la limpieza, encendían los ventiladores y abrían las ventanas para airear las habitaciones; su mamacita siempre estaba viendo que estuviera todo limpio y ordenado. Nos dejaban las camas tendidas con todo y la cortesía”.

    Le digo que sí, que me acuerdo de cuando mi mamá nos llevaba al Crucero a recoger a las chicas, a las que luego llevaba a las quince casas para hacer la limpieza. En más de una ocasión nos tocó, a mis hermanas y a mí, tender las camas de los ingenieros y vaciar los ceniceros llenos de colillas de cigarro.

    Don Benigno recuerda muchas cosas de la Náder. Luego de estar los primeros días en el Playa Blanca, en la zona hotelera, lo cambiaron a vivir a Flamboyanes, un conjunto de departamentos ubicado en la curva al suroeste de la supermanzana 3. Trae a la memoria el primer banco de la ciudad, donde hoy está El Tigre y el Toro, así como el comedor para el personal de Fonatur, en la casa 16. “Estaba a un lado de la casa donde pusieron el letrero del Callejón del Canicazo (la del ‘Negro’ Werner). Uno daba su cuota quincenal para desayuno, comida y cena. Dos señoras estaban a cargo del comedor… “¡Celia!”, exclama, luego de batallar un ratito mientras trataba de recordar el nombre de una de ellas.

    En 1982 fue enviado a trabajar a Huatulco, otro de los proyectos de desarrollo turístico de Fonatur. Y así estuvo, yendo y viniendo, de Cancún a la capital del país, de ahí a San José del Cabo, luego a Puerto Escondido, siempre en el área de contabilidad.

    En algún momento de la entrevista, Alejandra, esposa de don Benigno, se aparece con los libros de Fonatur. Trae el de Cancún, Ixtapa y Loreto. Empezamos a ojearlos. Yo, emocionadísima. A lo largo de la plática escucho que me quieren regalar el de Cancún y el de Ixtapa. Significa mucho para mí esta dádiva tan especial.

    Después de negarse a participar en unos negocios ‘turbios’ en los que su jefe quería involucrarlo, Nava recibió su liquidación y se vino a vivir definitivamente a Cancún. “Un día fui a pagar el predial al Palacio Municipal y José Manuel Velasco, uno de mis jefes anteriores, que en ese entonces estaba como contralor, me llamó y me dijo: tú no te me vas de acá, me haces falta”. Entonces lo llevó a Recursos Humanos para registrarlo como empleado del Ayuntamiento, donde trabajó en el área de contabilidad desde la administración de Rafael Lara, a finales de los 90, los siguientes veinticinco años de su vida. Hoy vive de las rentas de unos locales en la López Portillo.

    Me despido mientras cargo mis libros, agradecida por haberme sentado frente a don Benigno, un hombre que sabe vivir una vida sencilla, rodeado de las plantas y los árboles que él mismo ha procurado para el bienestar común. Es, sin duda, una parte discreta de la historia de nuestra ciudad. “Aquí estaremos”, dijo sonriente. “Hasta que el cuerpo aguante”.

    Por: Tiziana Roma Barrera

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