Hay que decirlo con todas sus letras: estamos viviendo ahora una forma de corrupción peor, más nociva y peligrosa, que la que vimos en el anterior sexenio. En ese tiempo los dueños del poder robaban dinero; hoy se roban las instituciones.
El caso de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos es un palmario ejemplo de esa nueva y ominosa corrupción que no vacila en violar flagrantemente la ley con tal de agrandar sus espacios de poder y fortalecer su control sobre el país apropiándose de los organismos que en cualquier forma podrían servir para señalar o poner freno a los excesos de la autoridad.
Los regímenes que en otras naciones han actuado así han devenido en dictaduras. El desprecio por el orden jurídico y la estigmatización de los opositores constituyen indicios alarmantes que apuntan hacia la instauración de una voluntad caudillista por encima del derecho y el orden institucional.
La llegada de Rosario Piedra Ibarra a la CNDH es una imposición consumada por el presidente contra toda ley y toda razón. He aquí uno de los más graves errores que López Obrador ha cometido. Esta acción lo presenta como un gobernante que vulnera la legalidad según su talante y su capricho después de haber jurado cumplir y hacer cumplir las leyes.
El único modo de salir de este cenagal sería la renuncia de la recién nombrada al cargo que asumió en modo tan irregular. Eso redundaría en bien de la República y aun de quien le regaló ese cargo para el cual no está preparada, y menos aún legitimada.
Será difícil, sin embargo, que tal renuncia se presente: a veces se da mayor valor a una chamba que a los apellidos y la dignidad.