Aunque no pertenece a la generación de pioneros que llegó a abrir brecha en Cancún, Manuel Gómez, potosino de nacimiento, vino a nuestra ciudad cuando empezaban a establecerse restaurantes de especialidades que requerían altos niveles de profesionalización. Operó algunos, abrió otros desde cero, y en cada uno supo imprimir su toque visionario y vanguardista.
Creció rodeado de arte, en un ambiente de libertad, y aprecio por la aventura. De pequeño veía a su padre, dueño de un exitosísimo restaurante en San Luis Potosí, atender a sus comensales, saludarlos, sentarse a platicar con ellos. También lo recuerda cuando pasaba largas temporadas en Tulum, a veces hasta seis meses de corrido. “Un día me dijo: vente, te espero en Tulum”. Tenía catorce años cuando tomó un autobús para llegar a la CDMX, y luego un avión a Cancún. En el vuelo, una señora de quien se hizo amigo, le ofreció llevarlo hasta Akumal. “Luego me dieron ride unos hippies que me dejaron en las ruinas de Tulum. Empecé a caminar, buscando a mi papá. De repente vi su bicicleta recargada contra una palmera; ahí me quedé un buen rato, esperándolo. Cuando me vio, me dijo: qué bueno que llegaste. Ven, vamos a preparar unas langostas”.
Manuel es un hombre culto, amante de las cosas bellas, que se regala en un aire de sencilla elegancia. La imagen de su padre atendiendo campechanamente a sus comensales lo llevó a la escuela de hotelería, en Suiza, algunos años después. “Me sorprendí al saber la cantidad de libros que tendría que leer de arquitectura, pintura, arte… ¡Yo pensaba que todo era tomar y comer!”, dice divertido. “Estando ahí vi un anuncio de un hotel, en Cancún, que me llamó la atención”. Decidirse venir a probar suerte fue cosa fácil, pues ya conocía muy bien la zona.
A Manuel le pasó lo que a muchos recién llegados: acababa de recibirse como profesional de la hotelería y creía que lo contratarían, mínimo, como gerente de algún prestigioso hotel. “Pero después de varias entrevistas, tomé el puesto de capitán de meseros en la cafetería del Sheraton. Me dieron un uniforme que me quedaba chiquititito”, y describe entre risas, y señalando sus bien formados brazos,lo que pudieran ser unas mangas ridículamente pequeñas.
Como muchos solteros que venían a Cancún a probar las bondades que derramaba la nueva ciudad turística, vivió durante las primeras semanas en el famoso hotel Bonampak. Inmediatamente fue a pedir trabajo al Maxim´s, un restaurante de altos vuelos, en la zona hotelera. Durante un tiempo sostuvo los dos empleos, trabajando de sol a luna. Finalmente se quedó en el Maxim´s. “Me di cuenta que los empleados se robaban los cubiertos, le daban de comer a las turistas en la boca… De cincuenta y seis empleados que había cuando llegué, en la primera semana corrí a un montón de gente”. Manuel levantó el lugar con mano dura, pero sobre todo con gran destreza y talento.
Amante por herencia de la aventura, quiso tomarse medio año sabático. “Viajé por el mundo, conocí muchos lugares. Cuando regresé, acepté la oferta de Max Gómez para trabajar en El Torito. El día que lo tomé vendí 10 dólares”. Ahí mismo creó el Bombay Bicycle Club, en donde introdujo el concepto all you can eat, una novedad en Cancún. “A los seis meses, el lugar estaba lleno todo el tiempo, los turistas hacían cola para entrar. Yo salía todas las noches con bolsas llenas de dinero… en dólares”.
“Siempre me fue muy bien. La gente me buscaba para trabajar en lugares con problemas”. Luego se asoció con Max en la compra de un terreno. “La broker no nos daba los papeles, y en algún momento nos dijo que alguien estaba interesado en comprarlo. Se hizo la venta, nos pagaron, pero nunca nos dieron los papeles”. Cuenta que los nuevos dueños no dejaban de llamar, exigiendo la entrega de los documentos. “Una noche que regresaba de cenar, un tipo me apuntó con una pistola en la sien”. Sin explicarle absolutamente nada, se lo llevaron esposado -las manos detrás de las rodillas, siete horas de carretera- hasta Chetumal. Cuando mi madre habló con mi socio, él dijo que no podía hacer nada por mí. Unos meses antes me había dicho que me fuera de México”.
No hay rencor ni sabor amargo en la voz de Manuel. Relata calmado de cuando le avisaron a su papá, de cómo este se subió en su avión y poco después perdió la vida. Durante el silencio, Manuel hace acopio del caudal que lo mantiene no solo estable, sino completo. “Fue un tiempo difícil. Para salir tuve que pagar 550 mil dólares”.
Se fue a San Luis Potosí. Abrevó de la sabiduría de su madre, quien supo darle buen consejo. Desde Cancún, Rafael Aguirre, el empresario dueño de Plaza Flamingo’s, lo llamó. “Alguien le dijo que yo me dedicaba a rescatar negocios”. Tomó la operación del Pat O’Brien´s, donde desplegó capacidad y audacia. “Como el lugar era muy largo, no se lograba armar el ambiente. Entonces sumé el cheque de bebidas y saqué un promedio. Fue así como metí el all you can drink por 5 dólares. Le pedí a Luis Barocio que me hiciera un buen precio para colgar un banner en su avioncito”. Al poco tiempo, más de mil personas en promedio llegaban al lugar para reventar el ambiente nocturno cancunense.
“Dos años después dejé el bar. Sentía que no había más qué hacer. Me fui a París a abrir un restaurante, pero me di cuenta de lo poco que se ganaba”. Decidió regresar a Cancún. “En ese entonces me gustaba mucho el restaurante Barolo, en Nueva York. Quise crear el mejor lugar para Cancún, pues se trataba de algo mío”. Abrió así, junto con quien se había asociado en Europa, uno de los restaurantes más bellos de la historia de Cancún, Zuppa. “Fue un éxito porque le invertí 960 mil dólares, mientras que los restaurantes costaban la mitad; metí un sistema de computadora, dejé la cocina y la panadería abiertas”.
Atribuye a su éxito el valor inmenso que le da a la reciprocidad. “Cuando tenía 14 años escribí que para que una relación tenga éxito, ya sea profesional, sexual, familiar, es importante que yo me preocupe por tus intereses, y tú por los míos. Siempre he procurado que mis empleados ganen mucho dinero, pero también les exijo que respondan con reciprocidad”. Manuel aceptó trabajos en otros lugares de la ciudad: Slices, Mr. Papas… “Me iba espectacular”, confiesa. “Un día llegué al restaurante y había dos personas sentadas en el bar. Se identificaron como de la Policía Judicial, que estaban investigando el “caso Cancún”. Me pidieron que los acompañara.
“El caso Cancún” explica Manuel, “involucró a mucha gente; el Who is who de Cancún. Ahí estaban todos. Los más ricos y los más influyentes, todos estaban en los álbumes que me mostraron”. Esta vez se lo llevaron a CDMX. Pasó tres días en un separo; vejaciones, maltratos de los custodios… “Me dieron noventa días de arraigo, sin presentar una sola prueba en mi contra. Los pasé con Fernando García, con quien hice una amistad muy unida”. La pausa es breve. Manuel toma aire. “El sufrimiento te une”, concluye. Al final de muchos días de incertidumbre, llegó el actuario. “Uno a uno me liberó de todos los cargos que se me imputaban. Fui el único de todo el caso Cancún -porque había muchos en la cárcel- que salió libre.
“Me considero el hombre más afortunado del mundo. Aun cuando perdí todo -porque se me acabó todo, nadie me quería contratar-, ya había decidido que cuando regresara a Cancún sería porque yo así lo quería. El estigma te queda de por vida: si eres o no eres… Hay gente que pregunta por cariño o por morbo y yo les contesto: O soy muy rico, o soy muy poderoso, o soy inocente, tú escoge… Sé ganarme la vida, soy un hombre de fe”.
Durante años tuvo una relación te amo-no tanto con Cancún. “Esta es una anécdota bonita”, dice, mientras se acomoda en el mullido sillón de su espléndida sala, y cruza las piernas en flor de loto… “Empecé a salir con Ligia, la que era cónsul de Costa Rica. Un día fui a su casa a recogerla y me dijo: ya no te quiero ver, porque cada vez que nos vemos me dices que te quieres ir de Cancún, y a mí Cancún me gusta mucho”. Pero los años y las experiencias han cambiado su parecer. “Aprecio de Cancún muchas cosas. Hoy está en un proceso que es muy difícil para cualquier lugar, pues ya no es pueblo, pero tampoco es ciudad. Aun así, pienso que esa transición va a ser muy buena”. Ha dejado atrás los restaurantes y hoy se dedica a hacer proyectos inmobiliarios. También es coach de neurolingüística.
“Vine a vivir aquí por una sola razón: que llegara el día en que me levantara diciendo: hoy, ¿qué quiero hacer?, y no: hoy, ¿qué tengo que hacer?”. Manuel entero se llena de luz cuando habla de quien llegó para cambiarle todos los esquemas. “He recibido el regalo más grande: Mika, mi bebé de tres años. Es el amor de mi vida. Ella es la razón por la que, ahora sí, no pienso irme nunca de Cancún”.