Lo que le pasó a… Cancún 

Por Luis Alberto Velasco Ruiz1

Llevo semanas escuchando en bucle el nuevo disco de Bad Bunny que está en boca de todos. Además de su propuesta musical, la ventana que abre hacia la realidad de Puerto Rico, ha dado pie a un sinfín de videos en Tiktok y en Instagram que resuenan mucho con toda una generación de millennials y centennials. Canciones como Turista y Lo que le pasó a Hawaii hacen alusión a la gentrificación, la ecoansiedad y la solastalgia, términos en boga en las ciencias sociales que describen fenómenos comunes a otros rincones del Caribe que viven también del turismo. 

La solastalgia, en particular, es una palabra acuñada hace escasos veinte años por el filósofo ambiental Glenn Albrecht, que hace referencia a la nostalgia por la pérdida del lugar al que llamamos hogar, un estado de desolación que erosiona el sentido de pertenencia.

Volteo a ver al Cancún que amo y donde me crie, y me resulta difícil no imaginarlo como el Chicxulub del siglo XX, un meteorito que cayó casi inadvertido hace cincuenta y cinco años, y cambió para siempre la faz de la península de Yucatán. Este lugar que puso al Caribe mexicano en el mapa mundial, catapultando el poblamiento de lo que hasta entonces había sido una “frontera olvidada”, es el punto de origen y la puerta de entrada a un engranaje turístico y cultural que se mantiene como trend global, y que, tan sólo en Quintana Roo, supera las 135 mil habitaciones de hotel y los 21 millones de turistas anuales. Como referente internacional, Cancún ha sido un modelo ampliamente replicado, pero también un ejemplo de lo que no hay que hacer en cuestiones de desarrollo; a tal punto que se habla en tono escéptico de “cancunización” y de la proliferación de “cancuncitos”.

La solastalgia, en este sentido, es una herida que muchos cancunenses llevamos abierta, todo el tiempo, y que experimentamos en la acelerada degradación del paisaje, la pérdida de espacios y la disminución de la calidad de vida. 

“HAY QUE ACEPTAR QUE ES DIFÍCIL HABLAR DE AUTENTICIDAD E IDENTIDAD EN UNA CIUDAD MANDADA A HACER PARA EL TURISMO HACE UNAS CUANTAS DÉCADAS, Y QUE NACIÓ PARA MIRAR HACIA AFUERA”. 

Esa sensación de desolación, probablemente compartida con gran parte de la costa quintanarroense, en el caso de nuestra ciudad trae además implícita la pregunta incesante por la identidad y la autenticidad, que no es para nada un tema nuevo. En 1990, el foro La migración hacia Cancún reunió a un nutrido grupo de cancunenses para hacer un balance tras el paso del huracán Gilberto. La ciudad tenía apenas veinte años, pero alcanzaba ya los dieciocho mil cuartos de hotel. Desde entonces, el arquitecto Jorge Lobo, pionero del desarrollo urbano local, advertía: “…ya no somos el Cancún caribeño, el del primer poster que se dio a conocer a nivel internacional, ese de las huellas de pasos desnudos en una playa solitaria de vegetación nativa y exuberante”. Para el arquitecto, una de las lecciones del Gilberto era que la identidad debía residir en la autenticidad, y que la autenticidad, a la larga, dependería de la dignificación de la vida del local y del cuidado del medio ambiente, pero, como él mismo dijo: “no lo entendimos; reconstruimos, pero no rectificamos”.

Hay que aceptar que es difícil hablar de autenticidad e identidad en una ciudad mandada a hacer para el turismo hace unas cuantas décadas, y que nació para mirar hacia afuera. En 2020, treinta años después de aquel foro y semanas antes del 50º aniversario, la entonces alcaldesa, Mara Lezama, declaraba ante la prensa: “Nos merecemos un festejo que consolide nuestra identidad y la proyecte ante el mundo”. El banderazo festivo por su medio siglo de vida era un guiño a la “marca destino”. Una vez más, lo importante debía ser nuestro reflejo en el escaparate. La irrupción del covid19 frustró gran parte de la agenda, y terminamos cumpliendo 50 años desde casa, en plena clausura del planeta frente a una pandemia. Aquellos días de silencio, sin aviones en el cielo y con fauna silvestre reclamando territorio perdido por doquier, se volvieron un momento de reflexión global sobre los efectos de la huella humana y las actividades “no esenciales” como el turismo. Sin embargo, la perspectiva de la industria no cambió. Los hoteles reabrieron apenas pudieron, generando un dilema ético que confrontaba la pandemia del virus a la pandemia del hambre y la precariedad. Una vez más, reflexionamos, pero no rectificamos. El 50º aniversario no pudo ser el parteaguas deseado y, aunque quizá no habría cambiado mucho el panorama, sin duda, perdimos un momento de oro para el encuentro de las personas, de los afectos, de las ideas: una oportunidad para repensarnos.

A sus 55 años, Cancún se debate en una doble encrucijada, la de ser un lugar cuya principal razón de ser (el turismo) es también su criptonita y, por ende, la de ser un lugar que pone en riesgo lo que le da sentido en un momento en que sigue construyendo su identidad. ¿Cómo hacemos frente a las tentativas de despojo y devastación a lo largo y ancho de la península, sin sentirnos paralizados por un sentimiento de culpa irreparable? Si volteamos de forma crítica hacia nuestra historia, hay tres cosas que no debemos olvidar: Cancún sí fue un laboratorio para el turismo internacional, pero también un gesto de soberanía en la frontera, un lugar donde han surgido nuevas formas de ser mexicano, peninsular, maya o caribeño. También fue una ciudad inventada, así que, ante el cuestionamiento por la autenticidad, siempre nos queda un margen de maniobra para reinventarnos. Por último, es cierto que ha sido antiejemplo de canibalización turística y pérdida de espacios, pero también la semilla de una ciudadanía aguerrida que ha defendido esos espacios, playas, selvas, lagunas, manglares y sus propias nociones de patrimonio, cultivando, contra todo pronóstico, su sentido de lugar frente a la vorágine.

Por Luis Alberto Velasco Ruiz

  1. Antropólogo cancunense | Doctor por la EHESS de París, Francia ↩︎

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