Como quien lanza un grito en un cuarto vacío, Claudia Sheinbaum sorprendió en un mitin en Campeche hace semana y media cuando exclamó que “México no es piñata de nadie”. Nadie la estaba golpeando. Nadie había dicho nada. No hubo tuit de Trump, ni declaración de Noem, ni siquiera una indirecta de algún gobernador texano. De hecho, ya habían pasado varios días, incluso semanas, en que el tono entre la Casa Blanca y Palacio Nacional se había suavizado. Llevaba un rato sin sobresaltos. Pero la presidenta levantó el puño, se cuadró ante el micrófono y con tono patriótico lanzó su proclama: “México no es piñata de nadie”.
Poco después, del otro lado del Río Bravo, el presidente Donald Trump enfrentaba una batería de encuestas que marcaron una caída en la popularidad. Incluso Fox News reportó que es el mandatario peor evaluado históricamente tras sus primeros cien días en el poder. ¿Qué hizo Trump? Volver a encender la retórica contra México, que tanto le gusta a su base y tantos votos le genera.
No había pleito. Los presidentes necesitaban un pleito, que es otra cosa. Una, para apuntalar su popularidad. El otro, para rescatarla. Una coreografía muy conveniente para ambas partes: Claudia necesita a Trump, y Trump necesita a Claudia. Claudia necesita la amenaza del abusivo Estados Unidos y Trump necesita la amenaza del peligroso México. Y no porque vayan a colaborar, sino porque se necesitan como antagonistas de utilería. En la retórica, en el discurso, en el espectáculo político. La pelea les conviene a ambos.
A Donald Trump le encanta golpear a México. Lo ha hecho desde el día uno. Literalmente, desde que bajó por las escaleras eléctricas para anunciar su campaña en 2015, nos usó como blanco fácil. Para su base, hablar mal de México es discursivamente muy fácil y políticamente muy rentable. Recurso favorito de campaña.
A Claudia Sheinbaum le ha venido muy bien la agresión de Trump. Le da un enemigo externo contra quien definirse. Le permite vestirse de firmeza, de dignidad nacionalista, de líder que no se deja. Su imagen internacional ha transitado de la presidenta que daba pasos al autoritarismo con la reforma judicial y la sobrerrepresentación, a la semi-heroína que ha sabido mantener a raya al hambriento león. Y su imagen nacional ha tenido un impulso para alcanzar niveles de popularidad aún mayores.
Una coreografía tan conveniente para ambos políticos que pueden ejecutarla sin poner en riesgo ni un centímetro de la relación bilateral, porque ahí se les va todo al caño. Lo suyo es el ruido, no el rompimiento.
Este teatro tiene una añeja tradición. López Obrador lo hizo también: confrontaba en el discurso, pero entregaba en lo práctico. La presidenta Sheinbaum parece tomar la estafeta: un “no me dejo” de utilería. Por eso, no es casualidad que haya hablado de piñatas sin que nadie estuviera sacando el palo. El truco -ya lo dice la tradicional canción- es no perder el tino.