La langosta: de comida de pobres a manjar de lujo

Hoy, pedir una langosta en un restaurante exclusivo puede costar lo mismo que un reloj de gama media. Es sinónimo de lujo, de cenas con vino blanco y velas. Sin embargo, durante siglos fue todo lo contrario: la langosta fue considerada un alimento despreciado, un recurso tan abundante que terminaba en los platos más humildes o directamente como fertilizante.

Este giro sorprendente en la percepción de la langosta —de comida de pobres a símbolo de alta cocina— es uno de los casos más llamativos en la historia de la gastronomía.

La langosta en tiempos coloniales: tan común como el pan duro

Durante el siglo XVII y XVIII, en las costas del noreste de Estados Unidos, las langostas eran tan abundantes que se amontonaban por toneladas tras las mareas. No era raro que llegaran solas a la orilla. Se recogían en baldes y se usaban para alimentar a los presos, a los sirvientes e incluso como fertilizante para los campos.

Tan poco valor se les daba, que hay documentos históricos donde los trabajadores se quejaban por tener que comer langosta todos los días. Algunos contratos laborales incluso estipulaban que no se les podía servir este crustáceo más de dos o tres veces por semana, porque se consideraba un trato inhumano.

El cambio de percepción: enlatado, trenes y ciudad

El cambio comenzó lentamente en el siglo XIX, cuando las langostas comenzaron a envasarse y distribuirse enlatadas hacia el interior del país, donde no se sabía de su mala fama. Allí, el sabor exótico y la textura firme llamaron la atención.

Con el auge del tren y el turismo hacia la costa este, los viajeros de clase alta empezaron a probar langosta fresca como parte de la experiencia. Restaurantes de Nueva York y Chicago la incluyeron en sus menús como una “delicatessen” marina. Lo que antes era despreciado en el pueblo pesquero, se convirtió en novedad para los habitantes de las grandes ciudades.

Escasez, marketing y lujo

Durante el siglo XX, la sobrepesca redujo la abundancia natural de langostas, lo que elevó su precio. Además, las campañas publicitarias de cadenas hoteleras y restaurantes de lujo ayudaron a posicionar la langosta como un platillo sofisticado. Su preparación se refinó: langosta a la thermidor, langosta con mantequilla clarificada, langosta al vino blanco.

Ya no era solo hervirla y servirla; ahora había ritual, presentación y exclusividad. Comer langosta pasó a ser un símbolo de estatus. Incluso hoy, es común encontrarla en menús de bodas, cenas de gala o cruceros de lujo.

El mito del lujo marino continúa

En la actualidad, una langosta fresca puede costar cientos de dólares dependiendo del tamaño, la especie y el lugar. Su carne es codiciada por su sabor delicado, bajo contenido en grasa y textura firme. Restaurantes gourmet y chefs con estrellas Michelin la utilizan como base para platillos de autor.

Sin embargo, la langosta sigue siendo una paradoja culinaria: un manjar que nació de la abundancia y el desprecio, y que hoy reina en las mesas más exclusivas del mundo. Una historia que nos recuerda que el valor de un alimento no siempre viene del sabor, sino de su escasez, percepción social y, claro, de una buena narrativa.

Porque sí, lo que antes era considerado “comida de pobres”, hoy se sirve en platos de porcelana y se marida con champán.

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