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    OpiniónQuimera Calamar: Mario Alcántara

    Quimera Calamar: Mario Alcántara

    Opinión

    No puedo empezar mi columna sin antes agradecer profundamente a mis queridos amigos, Vicente y Margarita Álvarez Cantarell por la oportunidad de permitirme escribir en su prestigiado medio. No recuerdo exactamente los copiosos años de amistad que nos unen y que nos han hecho cruzar caminos tanto en lo laboral como en lo personal, lo que nunca olvido, es a las personas que quiero y estimo profundamente, para eso si me sirve la memoria, a las cuales hoy, me toca agradecerles con el corazón en la mano.  Mi cariño y gratitud para ustedes amigos míos. 

    Empiezo pues, sin más tiento, mi Quimera Calamar episodio 1.

    Toda mi infancia le decía a quién me preguntaba, que yo de grande sería, biólogo oceanógrafo. Mi infancia giraba en torno a mi Atari y a mis constantes sueños de mar. Mi padre me había contado en varias ocasiones acerca de Jack Cousteau, pronunciado en su perfecto francés, el cual no perdía la ocasión de colar en sus conversaciones, para hacer alarde de su segunda lengua y terminar siempre en una historia que comenzaba en Poitiers, Francia. Que rico era oír a mis padres hablando en francés. Muchos pensarán que mi afición por el mágico submundo acuático, empezó con el icónico personaje de Cousteau, pero no fue así, otra historia de mi Hemingway personal, fue la que atrapó por completo mis sueños pueriles con el océano profundo.

    Me contó mi padre que en uno de sus múltiples y trasatlánticos viajes, los cuales realizaba con frecuencia cuando trabajaba en la Volkswagen, le tocó sentarse junto a un peculiar personaje, un antropólogo sesentón que habría de darle tela suficiente para muchas tardes de tertulia, un viejo simpático y platicador que vulneró sus ya de por sí, sensibles fibras, durante doce largas horas en uno de sus viajes a España, y como carambola de tres bandas, nuestros lánguidos oídos por escuchar esa historia en más de mil ocasiones. No había forma, ni intentándolo, que la historia de Santiago Genovés, contada repetidamente por mi padre, hubiera pasado desapercibida.

    Después de un largo preámbulo describiéndonos hasta el bolígrafo roído que portaba en su solapa, Don Mario nos detallaba en ausencia de suspicacia, cómo este exiliado español graduado de la Escuela Nacional de Antropología e Historia había cruzado el mar, en un barco de papiro. Sí, ese mismo trayecto que recorrían en alas de acero, pero en sentido inverso, otrora navegado en una pequeña barcaza hecha a mano.

    Los viajes de Genovés fueron un sueño para mi padre, digo los viajes, porque no fue solamente uno, los hizo en los barcos, RA I, RA II, y ACALI. La historia que le contó a mi viejo fue de aquel último viaje en solitario, aunque no perdió oportunidad de detallarle los múltiples ejercicios y estudios antropológicos que realizó en otra de sus excursiones, viaje donde se embarcó junto con otras diez personas, y que incluía un sinfín de peripecias sexuales y de comportamiento entre los integrantes de la tripulación. Eran gotas de agua para un beduino ávido de conocimiento, para un soñador, empedernido y pueblerino, egresado de la facultad de psicología de la Universidad Autónoma de Puebla. Y aunque no le vi, he imaginado tantas veces la cara de Don Mario escuchando a Genovés.

    No fue la repetición de la historia lo que me hizo nunca olvidarla, sino el sentimiento, que, a mi corta edad, me producía imaginarme en solitario, en una barca hecha con mis manos, en un mar inmenso y estrepitoso, acogido por la aventura y el desprendimiento. Era entonces, un niño soñando con un mar azul turquesa en mi propia travesía, en mi propia quimera septentrional, mientras jugaba space invaders en mi Atari, justo ahí, caían uno a uno los sueños lúcidos de olas arrebatadoras después del pairo. Mis entrañas infantiles ansiaban el sabor a sal.

    Llegó un día después de su trabajo, no recuerdo la fecha, pero si la sensación, nos abrazó como de costumbre y puso sobre la redonda, blanca y setentera mesa, un calendario que habría sacado de algún estanquillo donde compraba su periódico deportivo, el Esto, que acostumbraba a leer por las noches.  Supongo que había elegido en el coche, la página del calendario en esa precisa foto, era la imagen de una persona nadando en una mar turquesa, completamente transparente, pura, prístina. Inmediatamente mi hermano y yo la tomamos y nos sumergimos por completo en esas aguas, era un azul que solamente había contemplado en esos sueños, pero nunca lo había visto en realidad. Pocos instantes después de entregarnos el almanaque, nos dijo en voz pausada: – Nos vamos a vivir a Cancún.

    No se si fue mayor mi emoción o mi preocupación por la noticia, porque en nuestro último viaje a Acapulco había perdido mi visor y mi snorkel, y no concebía a mis once años, como un futuro biólogo oceanógrafo podría viajar a esas azules aguas, sin el mínimo equipo necesario. No era posible. La primera vez que supe que el viaje a Cancún iba en serio, fue cuando mis papás nos llevaron a Martí de Plaza Dorada, en el mirador de Puebla, y nos compraron a cada uno nuestro ajuar marítimo de visor, snorkel y aletas.  Hoy entiendo que fue un hermoso símbolo de ellos para que nos tragáramos la píldora, de que esa mudanza a la mar turquesa, no era en broma.

    En Cancún me gradúe de la carrera de Contaduría y Finanzas en la Salle, y estudié mi maestría en la Anáhuac. La primera vez que buceamos en Cozumel, juré que le dejaría ese deporte a mi hermano, que hasta la fecha lo practica, mi claustrofobia juvenil fue más fuerte que mis sueños de mar y muy en ciernes abandoné por completo la idea de ser el siguiente Costeau, lo que nunca abandoné, fueron mis ganas por emprender un viaje en solitario en una barca de papel, la mía, la que construí con mis letras, un sueño de mar que transformé en tinta y lienzo, y que habré de contarles a lo largo de estas entregas.

    De no haber sido por mis padres y por Cancún, seguramente yo no escribiría, quizá hubiera sido un antropólogo citadino con la ilusión de construir un buque de amate. No lo sabré nunca. Yo no conocí a Santiago Genovés, pero estoy seguro de que, si lo hubiere visto en vida, lo habría tratado como familia, al fin, había estado en casa por muchas y repetidas horas, no me era ajeno, era casi mi tío aventurero, y fue por él en la magistral y pausada boca de mi viejo, que hoy mis Quimeras, son de Calamares.

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