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    Nedda Fosado Manfrino Corazón de selva

    Opinión

    Nedda es la segunda de cuatro hermanos, cada uno con sello propio, heredera de una familia con hondo amor hacia el arte y la naturaleza. Participó en la concepción del aviario de Cancún, un proyecto que nunca llegó a concretarse, pero que dejó huellas profundas en su memoria de joven cancunense.

    La conocí cuando llegó con su familia, casi al mismo tiempo que yo lo hacía con la mía, en 1975. Eran un grupo peculiar: Don Víctor, Doña Nedda, Víctor hijo, Nedda, y las gemelas Paulina y Malinali. Sus rasgos finos, una hermosa mezcla indígena y europea, de la cual ella no solo está consciente, sino orgullosa, se expanden cada vez que suelta una rítmica y pegajosa carcajada. Nació en la CDMX y ahí vivió hasta los doce años. “Recuerdo el DF como una ciudad bonita, tranquila. Iba a clases de música, solfeo y danza. Los sábados me llevaban con mi abuelo a clases de grabado, en la Ciudadela.

    “Mi mamá nos mandó a hacer un teatro guiñol, y los personajes los hicimos mis hermanos y yo con calcetines viejos. Cada vez que mi papá hacía fiestas -cosa que sucedía muy seguido- presentábamos una obra a los invitados. Al terminar, pasábamos con un sombrerito a recopilar dinero. Con ese dinero comprábamos galletas para llevarlas a unos ancianos que mi mamá ayudaba, en una vecindad en Santa Julia”.

    Recuerda claramente cómo se dieron las circunstancias para que la familia entera se mudara a Cancún, una ciudad que ofrecía, dada la certeza con la que se vivía en la capital, más carencias que esperanzas. “Yo tenía doce años cuando mi papá nos dijo que había recibido una invitación para trabajar en un proyecto que se llamaba Cancún, en el Caribe mexicano”. La encomienda era crear la identidad cultural de una ciudad que nacía de la nada, cosa que Don Víctor persiguió y cumplió hasta el último día de su vida. “Lo curioso”, cuenta Nedda, “es que mi papá se había prometido, muchos años antes de mudarse, cuando hacía su servicio militar, que aquí viviría su retiro”.

    “A la mañana siguiente de haber llegado salimos a caminar por nuestra supermanzana, pero nos atacaron los moscos de una manera que parecía película de terror, ¡teníamos piquetes como de sarampión por todo el cuerpo!”. Nedda se ríe estrepitosa, escandalosamente, sin pudor y sin disculpas. “Mi mamá lloraba todos los días; así lo hizo durante dos meses. Le decía a mi papá, Víctor, ¿qué estamos haciendo acá? No hay comida, solo latas, falta el agua, la luz se va a cada rato, está lleno de bichos…”. Pero él era feliz, y a la postre supo contagiar, con amor y paciencia, al resto de la familia.

    A Neddu, como de cariño la nombro, la recuerdo jovencita, siempre parlanchina, con su pelo negro, largo casi a la cintura y un mono araña trepando por sus hombros, balanceándose de un lado a otro. “Se llamaba Xtol. Fue un regalo que mi papá me hizo cuando recién llegamos a Cancún. Desde que yo era una niña, siempre quise tener un chango. No un perro o un gato, sino un chango”.

    En ese entonces se cocinaba un proyecto ambicioso de crear un aviario, al mando del ingeniero Jorge Gleasen, de Fonatur, en combinación con el zoológico de San Diego y Roger Margris, un francés del Museo de Ciencias Naturales de París que habían traído para hacer el proyecto. “Como no había escuela ni para Víctor ni para mí, mi papá pensó que era buena idea meternos a trabajar como voluntarios”. Y así lo hicieron, adentrándose en la selva quintanarroense y conociendo las rutas de las aves.

    “Roger nos decía que los humanos, en la cadena alimenticia, éramos la supremacía, que no éramos interesantes para nadie, así que, mientras nosotros respetáramos a los animales, no teníamos nada de qué preocuparnos. Nos hacía esperar horas a que un pájaro se posara en un árbol. Fue así como Neddu escuchó la selva por primera vez. “Ese sonido de la selva fue entrando en mí de una forma impresionante. Entendí la vibración de la selva que escuchas cuando estás en contemplación de la naturaleza; ella entra en ti y tú en ella. Es verdaderamente inexplicable…”. El aviario estaba atrás de la torre de control de aeropuerto viejo, en la actual avenida Kabah. “Teníamos unas jaulitas en donde metíamos a las aves que habían caído al suelo y que los pájaros ya no rescataban porque para ellos no son dignas de sobrevivir. Es selección natural”, explica resignada.

    “Yo, como si fuera mi kínder, recogía a la bola de chamacos que estaban en la selva; les conseguía sus moscas, sus alimentos”. La idea era poner a las aves rescatadas dentro de unas mallas gigantescas, que a su vez se colocarían en un pequeño islote, ubicado en la laguna casi tocando el Boulevard Kukulkán, conocido en ese entonces como la isla de los pájaros. Por razones estrictamente personales, Gleasen mandó cancelar el proyecto y todo se quedó en recuerdos. Cerca de donde estaba el aviario había unos cenotes, por donde hoy se ubica Pedregal del Bosque y Arbolada. Nedda los evoca con especial cariño por su impresionante belleza y transparencia. “Un día llegaron las bulldozers; arrasaron, destrozaron y luego rellenaron todo. Esos cenotes solo quedan en mi memoria. Fue ahí cuando yo dije, esto no es civilización”.

    Neddu dirigió “El pájaro azul”, de Mauricio Maeterlinck, la primera obra de teatro amateur montada en Cancún. Empezó a ensayar la obra con sus hermanos, pero le faltaban actores. “Así que llamé a nuestras vecinas, las hermanas Roma, a participar con nosotros”. Gracias a Max Gómez, en ese entonces director del Centro de Convenciones, la obra se presentó en el auditorio. “Fue un éxito total”, dice nostálgica.

    Habla efusiva de la casa que construyó su papá, ladrillo por ladrillo, con conceptos vanguardistas ecológicos, en donde había lugar incluso para los aluxes, rodeada de arte y naturaleza. Se casó a los 19, tuvo tres hijos: Anaís, Paul y Michelle. “Pero la depredación de Cancún fue atroz, tanta que yo les decía a mis hijos, tengo que regresar a la selva, a ese sonido que yo oía cuando llegué; a ver los cielos estrellados, como si fuera un planetario. No podía olvidar esa belleza”.

    En 2006 conoció a Dino Di Costanzo, un francés enamorado de México que cuando vio a Nedda, lo primero que le dijo fue: yo a ti te conozco desde siempre”. Se casaron en una ceremonia inusual, plagada de significados y posibilidades. Desde ese entonces dirigen con encantadora anfitrionería su Jolie Jungle, un hermoso hotel rural en medio de la ruta de los cenotes; y el corazón de Nedda palpita al tambor de la espesa selva, que tanto ama y preserva.

    Nedda y su esposo Dino

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