El primer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha sido un monólogo.
El presidente entendió la mayoría que le dieron los ciudadanos en las urnas como unanimidad.
Sólo hay una voz válida, la del gobierno. Y como en este gobierno hay un solo vocero, la única voz es la suya.
Cada mañana, desde Palacio Nacional se escucha esa voz. Y cada mañana descalifica moralmente a cualquier voz que desentone de su discurso.
Si la prensa publica un dato que no le gusta la tacha de deshonesta. Si un ciudadano protesta por alguna decisión de su gobierno lo tilda de corrupto o conservador.
No reconoce como legítima más voz que la suya. Poco a poco, las palabras «opositor» y «crítico» comienzan a usarse como insulto. Como si fueran algo indebido, inmoral, casi ilegal.
Si un grupo de ciudadanos marcha para protestar y expresar desacuerdo con algunas políticas de su administración el presidente los descalifica. Dice que son dirigentes de partidos opositores «disfrazados de ciudadanos». Como si los dirigentes de partido no fueran ciudadanos, como si militar en un partido distinto al del presidente no fuera válido para cualquier persona, como si la identificación con proyectos políticos diferentes al suyo no fuera un derecho, como si ser «opositor» equivaliera a ser ilegítimo.
El presidente, sus cercanos y sus propagandistas no cesan de difundir mensajes de descalificación a cualquier disidencia. Sobran los ejemplos. Alberto Athié, Javier Sicilia, las madres que se quedaron sin guarderías, los papás de niños con cáncer que sufrieron desabasto de medicinas y un largo etcétera.
No hubo una sola reunión del presidente con los líderes de partidos opositores ni con sus coordinadores parlamentarios. Los alcaldes opositores no sólo no fueron recibidos en Palacio Nacional sino que hasta gas lacrimógeno les arrojaron.
Y sus seguidores captan el mensaje. Ninguna crítica vale. Si el escritor Mario Vargas Llosa cuestiona el proyecto presidencial exigen que se largue a criticar a su país. Si tras la masacre que mató a 6 niños y tres mujeres de su familia los LeBarón piden que se considere terroristas a los cárteles del narco, los tachan de traidores a la patria, los acusan de criminales y exigen que los expulsen del país.
En el lado opositor, una franja se comporta del mismo modo. El intercambio de descalificaciones, insultos y odio es cotidiano en las redes sociales y ha comenzado a trasladarse a las calles como se vio en las marchas pro y anti-AMLO del domingo pasado, con ataques a periodistas.
Hay polarización y el tono va subiendo.
El presidente, con la legitimidad obtenida en las urnas, debería ser el primero en distender el ambiente, abrirse a escuchar otras voces y comenzar el diálogo con ellas.
Se supone que su lucha fue siempre por la democracia. Es momento de reconocer la pluralidad y el disenso, no de imponer un monólogo desde el poder.
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