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    María Celia Vilar, la primera maestra en el paraíso

    Opinión

    Efervescente, chispeante, explosiva, desbordante… Así es la maestra Maty, quien llegó en el 73 a preparar el camino para abrir la primera escuela de Cancún, cuando esta ciudad empezaba a construirse como centro integralmente planeado

    Nacida en la capital de Campeche, María Celia Vilar estudió la carrera de normalista. “Siempre me fascinaron los niños, me enloquecían”. Antes de concluir sus estudios ya tenía una plaza federal para trabajar en una escuela rural, con sesenta y tres niños. “Yo era otra niña, cantando y bailando con mis alumnos. Solo esperaba a que fuera la hora del recreo para comer panuchos”, suelta Maty, que no perdona ni por asomo la broma, y confiesa: “A mí no me gustaron nunca las estadísticas, las responsabilidades administrativas ni el papeleo. Yo solo quería estar con mis chiquitos”.

    Maty y su hermana eran conocidas en su ciudad como las calandrias pues, según ella, vivían en una jaula de oro. “Mis papás viajaban mucho, y en uno de esos viajes mi hermana y yo -que odiábamos Campeche- solicitamos nuestro cambio. Logramos nuestras plazas en el DF, a donde nos mudamos inmediatamente”. La plaza, esta vez, le tocó a más de dos horas de distancia en camión, en el Estado de México. “Era el jardín de niños más bonito en el que he estado en mi vida”.

    Para esas fechas, Adib Burad, también campechano y amigo de la infancia de Maty, se había mudado a una nueva ciudad de la cual le platicó con entusiasmo: Cancún. “Así como es él: persistente, insistente y consistente, me alborotó, junto con un grupo de amigos con quien me reunía, para que fuéramos por carretera a visitarlo”.

    “Cuando llegué y vi esos kilómetros de color en toda la extensión de la palabra, ya no me quise regresar”. Maty hace una pausa inesperada, saca su celular y llama a Saide, hermana de Adib y amiga de toda la vida, con quien compartió aquella aventura. “Aquí está Tiziana conmigo”, dice, y le pregunta si se acuerda de algunos detalles de ese viaje. Maty cuelga y entrega el resumen de recuerdos con una mezcla de emoción y saudade. “Acampamos en la playa, enfrente del muelle de Puerto Juárez. Estaba llena de caracoles, boyas, barquitos. También fuimos a las cabañas del Capitán Lafitte. Éramos nueve parejas, algunos del norte, otros del DF, la mayoría de Campeche. Me cautivó el lugar. No me quería ir, siempre he odiado el clima frío. Además, soy pueblerina y me encanta la naturaleza”.

    De vuelta al DF, pidió su cambio. “Por la intervención de una tía me lo dieron, pero a Puerto Juárez, cosa que me resultaba muy confusa pues no sabía si estaba cerca de Cancún o no. Lo que tenía claro era que no quería quedarme en la capital”. Llegó el 13 de octubre de 1973, comisionada por la Secretaría de Educación Pública para abrir el primer kínder de la nueva ciudad. “La consigna para que el jardín se fundara, existiera y se construyera era terminar el año escolar con mínimo treinta niños de entre cuatro a seis años de edad”. Si no cumplía, la mandarían
    a otro lado. “Tenía ocho meses para llegar a la meta”.
    Con la ayuda de algunos padres de familia, Maty fue tocando de puerta en puerta -primero en su vochito y luego en una combi facilitada por el Sindicato de Taxistas- tratando de convencer a la gente para que enviaran a sus chiquitos a la escuela. “Aunque me ofrecía para recogerlos y llevarlos de vuelta a su casa, me encontré con que la gente era muy desconfiada y recelosa”.

    Cuando llegó la fecha límite, Maty había conseguido reunir tan solo ocho alumnos, a quienes enseñaba en la Casa del Trabajador Social -actualmente las oficinas del Registro Civil-. “Para que me enviaran los recursos tuve que mentir con las estadísticas, inflar los números, inventar algunos nombres”, confiesa.

    “A mí el gobierno no me dio ni chile habanero”, dice, un poco molesta, pues recuerda que a otras maestras Fonatur les dio casas y facilidades para acomodarse. “Si no ha sido por Adib, no sé qué hubiera pasado. Él me ofreció alojamiento en su refaccionaria de la López Portillo, en la suite presidencial”, bromea divertida. Maty recuerda cuando colgaba su hamaca en la noche. “Para evitar que se metieran las tarántulas y los bichos, aseguraba el pabellón con treinta y cinco piedras”. Exagera, lo sé, pero entiendo el punto. “Me dormía con una linterna en la mano, muerta de miedo, imaginando lo peor”.

    Eran los tiempos cuando los recién llegados a Cancún se alimentaban principalmente de latería importada comprada en Chetumal, cuando ahí era zona libre. Las horas de ocio se llenaban de bohemia pura y no faltaba quien, de la pequeña comunidad de campechanos que se iba asentando en la ciudad, sacara su guitarra para levantar los ánimos. “Nuestro gran lujo era ir a Puerto Juárez, al Hotel Isabel, donde estaban las casetas de teléfono, a comer caldo de pavo”. Durante el día, los gritos de ¡bomba!, y las consiguientes detonaciones, se escuchaban y sentían por toda la geografía cancunense.

    Finalmente, el gobierno decidió empezar la cimentación del primer kínder del Proyecto Cancún, sobre la avenida Yaxchilán. Encargó el diseño y construcción del lugar al arquitecto Miguel Valverde, quien hizo gran parte de las palapas de la nueva ciudad. El jardín de niños empezó con Maty, y las maestras Evangelina, Rosita, Irene y Chelito, la maestra de piano. Después llegó Enriqueta Riquelme. “Tuve la súper dicha de tener a los padres más hermosos del mundo. Les pedía cuotas y me las daban, nunca tuve una queja. Siempre estábamos organizando kermeses y fiestas para recaudar fondos”. En una ocasión, recuerda, el entonces director del Centro de Convenciones, Max Gómez, le prestó “el globo” para hacer un gran baile. Unos días antes, Maty se paseó por toda la ciudad en un coche con un altavoz, anunciando el evento y un show sorpresa.
    “¿Sabes cuál fue el show sorpresa?… ¡Fui yo, cantando con Los Sensuales!”. Y se suelta a cantar, emocionada y desinhibida como es: a Marina le gustaba, le gustaba la canela, acompañando la melodía con pegajosos pasos cumbiancheros.

    Maty se fue en el 90 a radicar a los Estados Unidos, para regresar trece años después. Como fundadora de esta ciudad no deja de observar con tristeza aspectos que son parte del día a día de Cancún.
    “Cuando me fui, había movimientos para que no construyeran en la laguna. Hoy está invadida de cemento y no veo por dónde podamos recuperar esa belleza”. A pesar de todo, considera a Cancún como el lugar en donde quiere pasar el resto de sus días. “Siempre hice lo que me dio la gana”, concluye Maty, satisfecha,
    descansada, eternamente ligera de equipaje.

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