Nos ha tocado vivir en un mundo en el que se ha puesto de moda cuestionar la globalización. Candidatos que apelan al nacionalismo, que apuestan a la polarización entre pensamientos distintos, que reivindican la soberanía como sinónimo de yo soy yo y depender de alguien más es un peligro.
Nos ha tocado vivir en un mundo en el que la ciencia ha perdido su lugar de honor. Porque los líderes niegan lo que los científicos han probado, sea el calentamiento global, sean las mediciones económicas, sea la contaminación. Se recortan presupuestos a la ciencia y tecnología, se minimizan sus aportaciones, se desdeñan sus resultados, se tachan de conspiración interesada sus evidencias.
Nos ha tocado vivir en un mundo en el que, dientes para afuera, todos los poderosos dicen que hay que cuidar el planeta. Y casi nadie lo hace. Sentidos discursos sobre cómo el desarrollo económico ya no puede generar devastación a la naturaleza, pero naciones de todos los tamaños siguen apostando a ello.
Nos ha tocado vivir en un mundo que ha encontrado los métodos más eficaces para alejarnos de los más cercanos. Para desfamiliarizarnos. Y para culpar de ello a la tecnología. Y entonces una familia que no convive, que reduce a monosílabos su interacción, tiene la excusa fácil de culpar al celular, a las redes sociales, a plataformas que distribuyen videos de esta permanente captura de la mente individual.
Y en eso llegó el coronavirus.
Su peligro, su amenaza, su letalidad, su impacto, han demostrado al mundo que, en contra de los políticos farsantes, la globalización es irreversible, que estamos conectados a pie, por avión y por barco. Que una mujer de Wuhan puede estar casada con un hombre de Chicago y mover un virus entre continentes, entre potencias rivales. Que dependemos todos de todos, que las fronteras no nos protegen de nada.
Que frente al surgimiento de la pandemia, científicos de todo el planeta son los que tienen la salvación, y ahora sí volteamos a verlos con esperanza, les gritamos para que nos lancen su salvavidas en medio del mar agitado. Que ahora sí, todo el dinero que necesiten, todo el apoyo, porque tienen toda la atención de quienes solían desdeñarlos. ¿Y cómo trabajan? En unidad, haciendo el equipo más grande de la historia. Que los chinos -quién lo iba a decir- ponen a disposición de todos los científicos del mundo sus datos e investigaciones sobre el coronavirus. Y así los demás. Borrando las estúpidas ideas de soberanía, de autosuficiencia. Que dos mil cabezas en doscientos países piensan más que solo un puñado en una sola nación.
Que vamos a detener el mundo por un rato, pero -lástima, Mafalda- nadie se puede bajar. Y entonces podemos vivir sin usar tanto el vehículo, sin contaminar sin control, sin desperdiciar lo más básico. Que muchos podemos trabajar desde casa y ser igualmente productivos. Pero más solidarios. Que despierta una conciencia porque este virus quizá deje más pobres que enfermos. Y que eso no puede ser.
Que ahora hay que convivir en familia. Y vernos las caras, y reconocernos, y platicar, y disfrutarlo. Que se extinguen las fugas, se cierran las salidas de emergencia. Que la tecnología es aliada. Que los aparatos pueden ser amigables, pero no son amigos ni tampoco son familia. Porque esos son de carne y hueso, y no se les acaba la batería. Que las redes pueden ser fuente de temas de conversación, y no pretexto para no conversar.
Llega, pues, el coronavirus, y todo lo que creímos que era inamovible, se mueve.