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    El Transformador Legado de Starbucks: Un Café de Calidad que Revolucionó el Mundo

    Opinión

    En la actualidad, el café se erige como el segundo producto más comercializado del mundo después del petróleo, ejerciendo una influencia que sostiene la subsistencia de alrededor de 125 millones de personas. A pesar de esto, la instauración de una cultura de café de calidad para las masas ha sido un fenómeno relativamente reciente, emergiendo de un escenario donde el café consumido solía estar lejos de la excelencia.

    Durante décadas, el consumo de café en Estados Unidos estaba marcado por productos enlatados o embotellados, con una presencia mínima de cafés de alta calidad. A finales de los años 80, apenas se contabilizaban alrededor de 590 establecimientos de café en todo el país. Sin embargo, ese número se ha disparado a 34 mil en la actualidad. Y todo esto fue resultado de un acontecimiento crucial que no solo catapultó el consumo de café entre los estadounidenses, sino que también dejó un impacto en todo el mundo.

    Las cifras apuntan inequívocamente a un culpable: Starbucks. Con más de 15,800 locales en Estados Unidos y 37,711 en todo el mundo, Starbucks transformó radicalmente la manera en que las personas consumen café y organizan sus vidas en torno a esta bebida.

    Semanalmente, aproximadamente 60 millones de personas acuden a un Starbucks para trabajar, socializar y, sobre todo, deleitarse con algunos de sus productos. Como lo expresó el ex CEO de la compañía, Orin Smith: «Hemos cambiado la manera en que la gente se levanta y vive sus vidas, en lo que hacen por las mañanas y dónde se reúnen con otros individuos».

    Sin embargo, antes de la proliferación de lattes y frappuccinos, Starbucks era otra cosa: un lugar comprometido con el tostado de granos de excelente calidad.

    De ese modesto inicio en Seattle es precisamente de lo que tuve el privilegio de conversar con Jerry Baldwin, uno de los tres fundadores de Starbucks.

    El Encuentro

    A las 10 de la mañana, Baldwin llegó a mi casa. Venía a hablar sobre café, aunque de mala gana. Durante meses había solicitado una entrevista, pero un hombre tan versado como él prefería hablar de otros temas. Baldwin es un conocedor: de agricultura, política, ciencia y arte.

    Para la ocasión, tenía granos de café de Oaxaca. Le ofrecí una taza, pero debo admitir que le pedí que él mismo la preparara. Jerry soltó una carcajada: «¿No me vas a hacer tú el café?». La pregunta era retórica; ambos sabíamos que Jerry Baldwin solo disfrutaba de un café bien hecho y mis habilidades eran escasas.

    Con ojo experto, observó mis instrumentos y olió los granos. Intrigado, los introdujo en mi pequeño molino casero y elogió la calidad del aparato. Utilizó el tamper, esa suerte de pesa que los baristas emplean para prensar el café en el filtro, y manejó mi máquina como si conociera el modelo. Escuché el zumbido del calentador y con precisión quirúrgica, Baldwin extrajo el café con una capa uniforme de crema, como denominan los italianos a la espuma del espresso.

    «He notado que te gustan los cafés con crema», fue lo primero que me dijo.

    «Siempre que veo espuma, pienso que el café debe ser de calidad», respondí.

    «No necesariamente. Hay cafés malos que tienen crema, aunque, por supuesto, la espuma es un indicador de que hubo suficiente presión cuando el agua se filtró. Pero siempre hay modas, y ahora está muy de moda que el café tenga espuma», dijo Baldwin, marcando así el comienzo de su cátedra.

    Bebió un sorbo y de inmediato identificó que el café era mexicano.

    Nos sentamos y le pregunté sobre sus inicios. ¿Quién era Jerry Baldwin antes del café?

    «Crecí en San Francisco e intenté estudiar literatura y algo de contabilidad en la universidad, apenas un semestre», mencionó Baldwin, y entre risas añadió: «Estaba claro que la universidad no era para mí, era un estudiante muy deficiente. Rápidamente descubrí que prefería trabajar en lugar de asistir a la escuela. Mis padres no tenían dinero, así que busqué empleo. Me contrataron en IBM, en una época en la que las computadoras estaban plagadas de tubos y cables, eran enormes».

    «¿Ya tomabas café en ese entonces?», pregunté.

    «¡Para nada!», exclamó.

    «Desde la posguerra, el café en Estados Unidos se había convertido en un producto estandarizado. Un puñado de empresas como Folgers, Maxwell House y Hill Brothers dominaban el mercado. En su mayoría, estas empresas no utilizaban el café arabica, sino el robusta, una planta que produce más granos y requiere menos atención. Tostaban grandes cantidades con el objetivo de obtener un sabor consistente, aunque no sabroso. Estos años estuvieron marcados por la invasión de la producción en línea en los hogares estadounidenses: cenas preparadas en microondas, sopas enlatadas. El método de preparación del café en aquella época, las percoladoras, permitía a los grandes conglomerados distribuir café de pésima calidad sin mayores reclamos. Eran máquinas que hervían el café de manera constante, arruinándolo por completo. El sabor era terrible».

    En aquel contexto, no era difícil vislumbrar la necesidad de un cambio en el mercado. Sin embargo, en aquel entonces, la preocupación de Baldwin estaba lejos de las distintas variedades de café. Su atención estaba centrada en evitar el reclutamiento militar, ya que esos eran los años de la guerra de Vietnam.

    Dejó su empleo en IBM y se convirtió en maestro de gramática para eludir el famoso reclutamiento. «Cuando mi contrato terminó, me fui un mes a Hawai y después planeaba ir a Alaska, a uno de esos barcos pesqueros donde pagaban lo suficiente por tres meses de trabajo como para tomarme el resto del año libre. Pero me quedé sin dinero y solo llegué hasta Seattle».

    En Seattle, residía su compañero de cuarto de la universidad, Gordon Bowker, quien sería otro de los fundadores de Starbucks. Cuando Baldwin habla de Bowker, se percibe el cariño que se profesan.

    «Hasta hoy, Gordon es mi mejor amigo», dijo Baldwin. «Él tiene la capacidad de entender perfectamente lo que pienso. Con él y con Zev Siegel, el otro fundador de Starbucks, inicié mi primera empresa».

    «¿Starbucks?»

    «No. Nos gustaba la buena comida y la música. El padre de Zev era el concertino de la sinfónica de Seattle. Yo acababa de casarme y tener un hijo, así que para ganar dinero trabajaba en una escuela de música. Todo parecía indicar que nuestro primer negocio estaría relacionado con la música clásica».

    «¿Funcionó?»

    Se rió antes de dar otro sorbo a su café y concluyó: «Claramente no. Los negocios y la música clásica no son compatibles. Pero descubrimos algo: en esos años, la gente comenzaba a viajar más, a ir a Europa en avión. Debemos recordar que, en esa época, aún existía una fascinación por el estilo de vida y la moda europeos. Así que, de la nada, se nos ocurrió abrir un local de café».

    «Comenzamos con una tienda. Y afortunadamente, los tres amigos teníamos habilidades complementarias. Zev era un excelente investigador. Fue él quien fue a Berkeley, California, a encontrar un tostador de café que pudiera vendernos granos, Alfred Peet. Él fue quien notó que la nación más rica del mundo bebía el peor café».

    Alfred Peet

    La historia de Peet, al igual que la de Baldwin, se inserta en el movimiento de contracultura que transformaría los hábitos alimenticios en Estados Unidos. Peet era holandés, hijo de un tostador de granos de café. En 1966, en Berkeley, California, abrió Peet’s Coffee, un establecimiento que buscaba ofrecer buen café a una población cuyo consumo de cafeína dependía más de los refrescos que de esta bebida color castaño.

    La ubicación no fue una coincidencia. Estos eran los años en que la Universidad de Berkeley era el epicentro del movimiento hippie. En las calles cercanas al campus se podían encontrar restaurantes de la India, de Etiopía, y se ofrecían clases de yoga. Se respiraba un interés por cosas nuevas y «exóticas».

    Gracias al delicioso aroma que emanaba de su local, Peet’s se convirtió en un café de culto. Las colas se extendían a lo largo de la manzana y fue allí donde Zev Siegel acudió para solicitar a Alfred Peet que les vendiera granos.

    «De Peet aprendimos mucho», compartió Baldwin. «Estaba dispuesto a vendernos granos, pero con la condición de que hiciéramos estadías en su establecimiento para conocer a fondo el oficio. Peet tenía un enorme respeto por el café y se negaba a vender productos de baja calidad».

    El Canto de la Sirena

    El fundador de Starbucks tomó otro sorbo de su café y se adentró en los inicios de la compañía. «Gordon era el genio del marketing. Trabajaba con un diseñador gráfico, Terry Heckler, quienes fueron los responsables de crear el logo de Starbucks».

    «¿La sirena?»

    «Sí, la sirena que con el tiempo fue cambiando. Al principio, la sirena mostraba sus pechos y su ombligo. Poco a poco, su diseño fue estilizándose hasta el punto en que hoy ya no muestra nada. Pero el evento que cambió todo fue cuando, a mediados de los años 70, a Terry se le ocurrió colocar el logo de Starbucks en la parte inferior de los esquís. Durante las competencias de esquí, cuando las cámaras grababan a los esquiadores antes de su carrera, mostraban también los esquís con nuestro logo. Recibimos una publicidad increíble sin costo alguno».

    «Así que Zev se encargaba de la investigación, Gordon del marketing, ¿y tú? ¿Cuál era tu papel?», pregunté.

    «Supongo que con el semestre de contabilidad que tomé en la universidad, me convertí en el encargado de los números, y no fue difícil; ¡los otros dos no sabían ni restar!», bromeó mientras soltaba una carcajada.

    «No teníamos dinero, así que pedimos prestado. Las cosas eran diferentes en esa época. Un amigo del cuñado de Zev contactó a un banquero para que nos otorgaran un préstamo. Ojalá hubiera guardado la presentación que hice porque mi ignorancia era enorme. Por ejemplo, no sabía qué era una hoja de balance o el costo marginal. Incluso me inscribí en la Universidad de Washington para aprender».

    Los tres amigos no buscaban el canto de las sirenas, aunque su logo parecía sugerirlo. De hecho, el nombre fue lo que inspiró el logo. Los tres deseaban algo que resonara como el fruto de una travesía, y qué mejor que Starbuck, uno de los personajes de la novela de Herman Melville, Moby Dick. Agregaron una «s» al final del nombre para facilitar su pronunciación.

    Escogieron un local cerca del pintoresco mercado de Pike Place en Seattle (el edificio que albergó el primer Starbucks fue demolido en 1974). Siegel, Bowker y Baldwin limpiaron el lugar, construyeron los muebles y acondicionaron todo para inaugurar su tienda el 29 de marzo de 1971.

    Lejos del diseño sofisticado que conocemos hoy en día, la primera sucursal no buscaba brindar un espacio acogedor y placentero para los clientes. No había música de Kenny G ni sofás cómodos. Únicamente ofrecían muestras para degustar los granos que vendían. En resumen, era simplemente un local de café que ofrecía gran calidad.

    El café era tan exquisito que el negocio creció rápidamente, y en menos de cinco años tenían cuatro tiendas, así como una base sólida de seguidores. Pronto, Starbucks se convirtió en un referente en Seattle. El éxito los llevó a hacerle algunos cambios a la sirena. Para las entregas, Starbucks tenía un camión que recorría toda la ciudad; tener a una mujer con los pechos al aire en el logo resultaba un tanto inusual, así que los fundadores decidieron cubrir esa parte con el pelo.

    Alfred Peet vendió su negocio en 1980. Baldwin bromea sobre cómo Peet probablemente no tenía una opinión muy alta de ellos, ya que no los llamó para ofrecerles la empresa. Sin embargo, cuatro años más tarde, las cosas tomar

    FuenteReforma

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