24 C
Cancún
Más
    Opinión‘Arturo Montoya: Los Patos’; Mario Alcántara

    ‘Arturo Montoya: Los Patos’; Mario Alcántara

    Opinión

    Don Arturo Montoya era algo más que un héroe legendario, era un sobreviviente revolucionario, un caudillo de cepa, un audaz escurridizo que se la había escapado a la muerte a borbotones, y de quien, en propia voz, aún se podían escuchar las historias más asombrosas e inconcebibles sobre su tortuosa vida, narradas en primera persona, siempre cerca de las siete de la tarde, horario en el cual, se reunían en las banquetas un puñado de muchachos enfrente de la sastrería, curiosos e inquietos por escuchar el cuento del día de Don Arturo, quien parsimonioso y lerdo, aguardaba receloso la llegada de la “La muchachada” para comenzar su aventura, a la par del último rayo del día, en un Atlixco que con poca luz, aún deja ver sus flores resplandecientes.

    El flanco de Montoyita, como algunos coetáneos solían llamarle, estaba siempre resguardado por su fiel escudero, Agustín, un menudo poblanito que apenas se percibía detrás de los aparejos de una vieja pero bien indumentada sastrería de pueblo. Agustín escuchaba de cerca las historias de Don Arturo mientras planchaba, las cuales, por su rostro adusto y sus cejas encrucijadas, parecían hacer notar que se las sabía de memoria, sobre todo, porque a pregunta expresa de Don Arturo, Agustín siempre terminaba ratificando la falacia.

    —¡A ver a que horas Don Arturo! —Se escuchaba siempre sin remitente. Con una mirada altiva y un refunfuño envuelto en tos, Montoya comenzaba su historia, no sin antes proferir un puñado de vituperios a la bola de mozuelos que le escuchaban risueños y atentos al pie de la calzada empedrada. Era un acto mutuo de autocomplacencia sin cargados beneméritos. Los jóvenes mataban el tiempo y Don Arturo su soledad. Era un trato pueblerino, justo y equitativo.

    —Esa tarde habíamos tenido el más terrible de los enfrentamientos con los federales —susurró Don Arturo—. »Toda la cañada estaba envuelta en sangre, había revolucionarios tirados en el piso por todos lados, las balas corrían de un lado al otro y te zumbaban los oídos hasta dejarte sordo. Yo estaba encargado en ese entonces del parque, el cual había montado en ambos lados de mi burro de combate. Los federales nos estaban destrozando, y mi único instinto fue correr sin ver atrás entre la metralla y el humo, de tanto disparo a bocajarro.

    »Corrí al lado de mi burro por horas sin saber a dónde me llevaba el camino. Sabía que no había quedado nadie vivo salvo yo, y mi cuatro patas rebuznero. Los federales seguían de cerca mis huellas y por eso aventé mis huaraches para apresurar el paso. —¡No joda Don Arturo! ¡La cañada no se puede correr descalzo! —profirió uno de los imberbes—. —¡Tu no crees porque eres pendejo muchacho! —asintió Don Arturo enfurruñado—. —¿Verda Agustín que corrí la cañada entera entre el lodo a pie pelón? —preguntó Montoya. —Sí, Don Arturo, sí Don Arturo.—Exclamó Agustín viendo fijamente a la camisa que estaba planchando. —Más vale que se callen o no les cuento lo que sigue —gritó Don Arturo. —Grito que siempre proseguía de una rechifla multitudinaria de los muchachos, que daba pie al inicio del segundo capítulo.

    —Podía oír mi corazón latir al ritmo de las patas de mi burro. —continuó Don Arturo. Corrí hasta que no pude más ya cercana la noche, y no recuerdo el momento exacto en que me quedé tirado en el piso. Cuando abrí los ojos, yacía a un lado mi burro muerto, a unos metros de distancia, y en sus costados, los dos bultos de parque que iba cargando mi cuadrúpedo, al pie de la terrible escena, la escopeta que me habían dado la noche anterior a la matanza.

    » Tenía mucha hambre y más frío. Recordé que entre mis tiliches guardaba una botellita de aguardiente con la cual podía iniciar una fogata. Me tomé la mitad y el otro tanto lo usé para iniciar el fuego, el hambre persistía y el único itacate que llevaba, estaba más vacío que mi conciencia. La noche era muda y sólo se podía escuchar el ir y venir de las pequeñas olitas que el viento causaba a la orilla del un lago negro con su bola de luna en medio. Detrás del silencio sólo había matas de lirio y matas de lirio. Traté de conciliar el sueño, pero el hambre me estaba destruyendo por dentro, era la tercera noche que no comía nada después del encuentro con los federales. Sentía cómo poco a poco, mi cuerpo se iba comiendo solo, y pude ver que mis brazos habían perdido más de la mitad de su robustez y corpulencia. — ¿Verdad Agustín? —preguntó Don Arturo —Si Don Arturo, estaba usted muy flaco Don Arturo —respondió Agustín con parsimonia.

    » Algo no andaba bien. De pronto empecé a escuchar a lo lejos un murmullo extraño, como el que hacen los monaguillos cuando el padre está dando la homilía, pero multiplicado por cientos, un ruido sordo, detrás de los lirios, dónde la luz ya no alcanzaba. Cargué pronto mi escopeta y empecé a caminar en el humedal, contiguo al río, siguiendo la vereda de los ajolotes. Al pasar mi mirada por encima de las ramas, mi sorpresa fue abrumante. Justo detrás de los lirios había al menos, cien mil patos. Me quedé pasmado. ¡No quise mover ni las pestañas! Sabía que al mínimo de los sonidos la parvada entera emprendería vuelo y me quitaría la única oportunidad de cenar como Dios manda. Sólo traía dos perdigones en la escopeta para tanto pato. —¿Y que hizo entonces Don Arturo? —preguntó asombrado uno de los niños. —Espera muchacho, espera, que viene la mejor parte. —respondió Montoya.

    » Como pude regresé a la fogata. Mis ojos creían lo que mi mente había visto. No podía dejar pasar senda oportunidad de hacerme de al menos, de diez patos. En mi morral aún me quedaba sal, y sabía que con cuidado podía aventajar la cena de los próximos tantos días. Pero no sabía cómo. Al primer perdigón, la parvada entera pondría los pies en polvorosa, y si bien me iba, mataría uno o dos patos y noventa y nueve mil novecientos noventa y ocho, los perdería. Algo tenía que hacer y no había mucho tiempo para resolverlo.

    » Mis ojos se clavaron en la hoguera que ardía a su máximo esplendor, y fueron las llamas ardientes las que involuntariamente me dieron la respuesta. Cargaba mi escopeta en el brazo izquierdo y la punta de la mirilla generaba la sombra en silueta, encima de los cañones paralelos contra las llamas. En ese momento, todo fue claro. Hundí por entero la escopeta en el fuego, no sin antes quitarle los dos perdigones, y rogué a Santo Tomás que mi idea diera resultado. Esperé a que los cañones se alumbraran por dentro, con ese naranja rojo característico del hierro fundido, y cuando los metales brillaban como dioses, los doblé en círculos repetidos. Mi fuerza dio para darles cuatro vueltas a los dos cañones, qué como pirulís bien chupeteados, cedieron la curva a la lengua rojiza y uno que otro diente picado.

    » Me escondí con sigilo detrás del humedal, tenía todo planeado y dispuesto. Miré a la luna y apunté a la parvada con mi cuerno retorcido. Sabía que sólo había un chance, metí los dos perdigones en las recámaras y me persigné con la versión larga que me había enseñado mi Tata y que nunca falla. ¡El estruendo fue arrebatador! Los perdigones siguieron las curvas que había combado minutos antes en el fuego y salieron dando los mismos giros en el aire, matando a cuanto pato encontraban a su paso. La masacre fue escalofriante y reconfortante al mismo tiempo. De las nubes podía ver caer a centenares de patos al lago, algunos cerca de la orilla del río, pero la mayoría encima de los humedales. Mi plan había funcionado.

    Atentos y atónitos todos los muchachos escuchaban en silencio.

    —Pude contar tres mil quinientos patos antes de que desistiera por recogerlos. Ya no me daban ni las piernas ni los brazos para apilarlos. —afirmó Don Arturo. —Me cené cuatro. No supe que hacer con el bulto que había apilado y que era veinte veces mayor al de mi burro muerto ( a quien di cristiana sepultura junto con unos ochenta patos que merecía de recompensa). Con los huesos de mi cena me hice este collar que cargo y que ahora les pasaré para que lo vean.

    Justo en medio de los espectadores interrumpió la voz de uno de los pinacates, que profirió en poblano tono —¡No chiiiingue Don Arturo! ¿Cómo así pudo matar tres mil quinientos patos? ¡Que le crea su abuela!

    Todas las noches se esperaba una réplica similar de uno de los integrantes del auditorio, para que los muchachos se empezaran a parar. Marcaba el inicio del final del cuento mentiroso del día, de Don Arturo Montoya, cuando uno de aquellos mozalbetes crédulos, se vencía ante la incredulidad, y lo confrontaba. —¡Ustedes no creen porque son pendejos! —respondía siempre Don Arturo. —¡Agustín! ¡Dile a esta bola de rufianes que todo lo que digo es verdad! —Sí, Don Arturo, sí Don Arturo. Es verdad, es verdad. Haciendo dudar a la muchedumbre.

    Todos comenzaban a irse a sus casas, dejando solos al juglar y a su asistente, comentando entre las empedradas calles lo absurdo y exagerado de las mentiras de Don Arturo Montoya, ¨Montoyita¨. Los chamacos se cuestionaban uno a otro cada uno de los detalles mientras caminaban, al mismo tiempo que las historias se iban grabando en su memoria y en su alma. Juraban que no regresarían al día siguiente a ser timados nuevamente por Montoya, pero ninguno se apersonaba después de las siete de la tarde del otro día. Parecía que Atlixco les reiniciaba la confianza, o qué a falta de cine o teatro, Montoya era el guiñol que los alimentaba.

    —Tú sabes que estoy diciendo la verdad, ¿no Agustín? —preguntaba Don Arturo ya en soledad al planchador.

    —Si Don Arturo, todo es verdad Montoya. Mientras lentamente cerraba un ojo, y ambos esbozaban una sonrisa profunda pero sutil, a las ocho de la noche, todas las noches.

    Uno de esos muchachos fue mi abuelo. Mario Edmundo Alcántara. De quien tengo otros trece cuentos.

    —¿Verdad Agustín?

    Recientes